lunes, 14 de septiembre de 2009

Recuerdos inventados


Viernes, once y media de la mañana. No sé con exactitud que estoy haciendo nuevamente frente a la computadora, cuando en realidad lo que debería es es-tar estudiando para un examen parcial de relativa importancia. No sé nada, y si lo supiera, que no es algo habitual en mí, no me importaría mucho. Igual estaría sentado escribiendo algunas cosas que luego no leeré y seguramente olvidaré en unas semanas. Ahora tengo ganas de escribir, especialmente porque no sé el tema, ni que decir. Me pongo cómodo, tomo un poco de aire, me quedo en silencio un rato… y no se me ocurre nada, entonces tengo la sutil idea de escribir algunos recuerdos de mi vida—que supongo a nadie más que a mí le importarán—y me dejo llevar, trato de recordar algunas cosas, pero no se me viene nada a la mente. El recuerdo de buenos o malos momentos me es esquivo. En todo caso, esos recuerdos no quieren que los traiga al presente para hacerlos públicos. Yo comprendo que no quieran, porque no me gusta hablar de mi vida privada; pero escribirla cambiando algunas cosas, que no sé si realmente podrán ser cambiadas, es distinto. Llego a la conclusión que tendré que recordar ciertas cosas, cambiando algunos detalles. Y eso es lo que estoy haciendo ahora. Porque no los recuerdo, o porque prefiero no recordarlos con veracidad. Me recuesto sobre la silla y tomo un poco de agua mineral. Como no comprendo nada de lo que voy a hacer, me rió, y me seguiría riendo de no ser porque, Nadia, mi vecina, me observa desde su ventana. Sé que tengo que empezar a recordar y escribir aquello que pensé que había olvidado.

Lo primero que recordé


Desperté muy temprano y me alisté para ir a mis primeras clases. Había lustrado con esmero mis zapatos, que se veían relucientes, y tenía puesto mi mandil azul con rojo, que tanto me gustaba. Mi madre me había preparado una lonchera espectacular, todo tipo de golosinas y cosas que jamás se deberían poner, por un momento pensé que me dirigía a un cumpleaños. “Para que invites a tus amigos”, me dijo, yo no pensaba compartir nada de eso con nadie. Me acerqué a mi padre que me felicitó por despertarme temprano—cosa que no ha sucedido en estos últimos tiempos—, y después de hacerme la prueba de reconocimiento de mi mano derecha e izquierda, que aprendí fácilmente y sin verme obligado a ponerme una cadenita roja para saber la mano correcta, me fui. Pero antes de verme partir me dijo que espere, y secretamente me puso una moneda en el maletín. Me dio cinco soles. En ese momento sentí que era muy rico, tenía mucho dinero para gastarlo en lo que quiera. Con mi pequeña fortuna, podía comprar muchos helados, muchas figuritas o cosas que ahí vendían en la puerta de ingreso. Estaba feliz de poder gastarlo en cosas que no necesitaba, pero que siempre era bueno tenerlas—hasta ahora compro cosas que no necesito y luego sé que eso no me hace feliz, y las dejo por ahí olvidadas o las regalo—. Sabía con seguridad que al otro día, si me portaba bien, secretamente mi padre me volvería a dar la propina.
Mi padre, un hombre serio, amable, inteligente y razonable, con habilidades que yo no he podido o no he querido heredar, o no las he advertido todavía; que desde pequeño he admirado en silencio—y algún día se lo diré, pero admirarlo secretamente me parece una manera muy noble de quererlo—, que difícilmente habla grosería alguna, y tiene buen gusto para leer pacientemente los diarios dominicales y no seguir los campeonatos de fútbol, que no le interesan o si le interesan, le importan casi lo mismo que mis escritos. Mi padre siempre ha querido lo mejor para mí—aunque yo no lo haya entendido de esa forma—, y un día me haya dejado de dar esa propina que me hacía tan feliz en mi infancia, cuando lo veía mucho más alto que yo y me emocionaba tanto en las noches cuando llegaba del trabajo, me ponía su casco y sus zapatos de goma, y por un efímero momento me sentía un ingeniero, sin saber exactamente que era, pero me creía ingeniero en todo caso.
Pasé mis primero años en un Jardín que siempre fue una buena excusa para despertar temprano, cruzar dos parques y sentir el olor especial que solo las plantas bien cuidadas le daban a uno la certeza de saber que está a punto de llegar a su jardín, mientras el aire frio jugaba en mi rostro. De amplios parques, zonas muy bien cuidadas y juegos por todos lados, era un pequeño paraíso donde podíamos hacer lo que se nos ocurría, donde la mitad de la semana nos pasábamos recorriendo y descubriendo nuevos lugares, nuevos animales que ahí vivían y logrando a esa edad mis primeros amigos. Sin prejuicios, ni diferencias—que ahora me cuestan tanto, porque sospecho que puedo ser mala gente, sin querer—, Todos vestidos con mandiles o buzos azules, bien peinados, y siempre con una sonrisa para las monjas que eran tan estrictas, y siempre querían que estemos sonriendo; a esa edad con seguridad todas nuestras sonrisas fueron de verdad. —Y lo sé, porque lo sé.
Recuerdo cuando rompí accidentalmente el estetoscopio de un médico, que era el padre de uno de mis compañeros. Fue mientras salió para conversar con la directora, nos acercamos con curiosidad, mi amigo Luis Zaplana se puso el aparato y empezó a jugar, así pasamos por turnos, hasta que tocó el mío, lo sujeté mal, y se me calló para golpear duro contra el piso y malograrse. Al regresar el médico no supo que decir, buscó al culpable con la mirada, cuando me miró sentí como si me estuviera pasando un radiografía a la conciencia, no dije nada, pero supe que me había descubierto. Ese día no tuvimos recreo, tampoco al siguiente día. Resistimos ese castigo absurdo con estoicismo, mientras nuestros padres se mostraron impasibles frente al abuso de quitarnos ese tiempo de valioso compartir y descubrir. Lo mejor de todo fue que nunca nadie me delató, y solo se nos entregó una ficha pequeña con un mensaje breve, nunca le dimos importancia—en ese tiempo todavía no sabíamos leer, por tanto paseo, por tanta pereza de las monjas, o porque no era necesario saber leer a esa edad.
Muchos años después asistí a una consulta, en un hospital cercano al Jardín, y reco-nocí al médico. Ese día supe que la consulta me costaría más de lo normal, y por precaución no tomaría las medicinas de la receta. El médico tenía un estetoscopio en su mesa. Salió un momento a conversar con el director del hospital. Mis ojos brillaron nuevamente, como hace muchos años. Sonreí.
Fue divertido cuando en nuestros muchos paseos de descubrimiento, encontramos a una tortuga que no podía escapar de nuestras primeras travesuras y amor por los animales— especialmente de aquellos que no podían huir de nosotros y eran capturados fácilmente, sin esfuerzo alguno—, Y resignada se escondía en su caparazón y se entregaba al dulce y reparador descanso. Dormía tranquilamente mientras hacíamos todo tipo de combinaciones de colores en su caparazón, que era en verdad enorme, tendría todos los años que pueda llegar a tener una tortura de vida sosegada y sin preocupaciones. Hasta que nos pillaron y en complicidad con el jardinero tuvimos que esconderla en el otro jardín. Y la pobre demoró como dos días en poder llegar nuevamente a su lugar, para descansar tran-quila, y libre de nosotros, y poder entregarse al placer más grande y gratificante que es dormir. A lo lejos, desde nuestro salón de lunas reflejantes podíamos ver el caparazón pintado con nuestros primeros dibujos. La tortuga nos miraba desafiante.
De chico me sabía todas las fechas cívicas importantes, y ese conocimiento que ahora es innecesario por la existencia de Google, o porque ya no lo recuerdo; por esos tiempos me hacía merecedor de decenas de estrellitas y felicitaciones. Sólo por contar hechos y cosas, que en realidad a ninguno de nosotros nos interesaban mucho más que esperar la hora del recreo. Pero que el solo hecho de contar “el sueño de San Martín” era un hecho memorable para las Madres, y para mí, que regresaba a casa con unos sellos de felicitación impresionantes en los cuadernos. Y el hecho de tener la mayor cantidad de sellos en el cuaderno, me hacía aprender un montón de fechas sin importancia. Pero de importancia vital, para conseguir los sellos y el reconocimiento, que no era necesario, en esos tiempos.
La chica que estaba a cargo de nosotros, era realmente guapa. Yo de alguna manera lo sabía, y ahora lo sé, pero mi corta edad me impedía poder demostrarlo. Y me contentaba con el hecho de que me dé besitos cuando me caía, o cuando me caía intencionadamente, y hacía una representación teatral muy aceptable. Se llamaba Camila, y sospecho que Camila si hubiera nacido en el año que nací o un par de años después, tendría que estar conmigo. Tendríamos que ser por lo menos amigos o “buenos amigos”, pero ella nació mucho antes, y tal vez así fue mejor, pues no hubiera tenido profesora más simpática que ella.
Ahora está casada con un señor de la F.A.P., que por esos tiempos era su enamorado; que le compraba muchos regalos y deliciosos dulces, que ella compartía con nosotros, espe-cialmente conmigo. —Gracias por los dulces señor de la F.A.P. No le volví a ver nunca más, pero recuerdo a su linda esposa dulcemente, cuando nos recibía a todos con un besito cómplice de nuestras travesuras y una sonrisa, que siempre me ponía cuando me caía y con sus manos tiernas me hacía callar. Y así aprendí que también los adultos pueden sonreír de verdad. Y confieso haber aprendido de usted ese gusto por hacer regalos que a veces son muy oportunos y necesarios.
No fui un alumno destacado, pero era realmente bueno en determinados temas, para las fechas, para pintar, contar historias y cuentos que ya no recuerdo, y para mirar tiernamente y poder sacar una sonrisa a la persona más seria. Para robar una mirada a la persona que quiero; y para poder estar feliz de escribir esto, aun sabiendo que un día lo olvidaré nuevamente—y tal vez para siempre—. Yo sospecho que fui un buen alumno, y aunque sea algo que no puedo probar, tengo la seguridad que era bueno, y por eso quería tanto a las monjas—a las madres, como les decíamos siempre—y a mi guapa profesora de ojos gitanos y sonrisa dulce.

Lo último que recordé


Una mañana antes de ir al colegio encontré el celular de mi padre. Era un aparato gigante, prácticamente un raspador de hielo; pero una cosa rara para esos tiempos. Me puse a jugar y hablar con personajes inventados, y amigos que no tenía; y de haberlos tenido, con seguridad no tendrían ese aparato. De casualidad entré a la agenda de contactos. Entre ellos encontré uno que me despertó interés. En la pantalla verde con letras grandes salía un número que decía: Alcalde. —Por esos tiempos este alcalde se había apoderado de la ciudad, y hacía construcciones que nadie quería, necesitaba, ni el mismo sabía con certeza si eran necesarias. Yo sabía que Trujillo tenía dos cosas eternas por esos tiempos: “la primavera y el alcalde”.
No esperé mucho, después de asegurarme de que nadie vendría, tomé el teléfono y me tapé con un cobertor para sentirme camuflado y poder hablar sin ser visto. Presioné el botón verde, y esperé. Una timbrada, dos, tres, pensé que sería imposible y no me respondería. De repente, una voz serena me contestó:
— ¿Cómo va todo, ingeniero?—me dijo.
—Mal, todo va muy mal. —le dije con voz impostada, conteniendo la risa.
— ¿Quién habla? —preguntó con sorpresa.
—Habla el alcalde escolar del colegio A.R. —mentí.
—¡Pues que gusto! Tengo una reunión que me espera, pero dime…
—Seré breve. No se preocupe. Solo quiero pedirle un cosa—no sabía exactamente lo que pediría, pero igual, siempre los mayores piden cosas que no necesitan—y le dije: quiero un parque bonito. Bien arreglado, para mi colegio.
—Pues eso es algo muy fácil. Tú sabes que mi gestión se caracteriza por poner bella esta ciudad, donde la primavera es eterna. —Pensé: pues usted también es eterno y sus camisas blancas también lo son. Pero no se lo dije, naturalmente.
—Bueno, entonces, pequeño amigo, así quedamos. Ya sé donde está tú colegio. Yo estudié ahí—mintió—y en esta semana mandaré ahí a mucha gente para que puedan poner lindo el lugar, para los niños. —volvió a mentir.
—Le agradezco, en nombre de todos los niños de mi cole. Y espero que pronto estén mejorando mi jardín.
—No lo dudes. Eso corre de mi cuenta, pequeñín. —Yo sonreí. Me gustó que me tratara así, con respeto; pero sin olvidar que soy un niño. Un niño pequeño.
—Nos vemos. Y saluda a tu papá.
Me sentí descubierto. Tiré la manta que me cubría. Yo sabía que ya no lo volvería a llamar. Y mi padre me regañaría por gastar su crédito de esa forma.
—Adiós, alcalde. Y no deje de usar esas camisas.
—Eso es porque representan la transparencia de mi gestión. Y me quedan bien. —rió, comprensiblemente, porque él sabía que era mentira.
—Cuídate—me dijo, y colgó.
Yo no quería que pongan lindo el lugar para los niños, pero sí quería que sea lindo para encontrarme con mi amiga Luciana, que tantas veces había pensado y planeado sin éxito darle un besito, de amigos, pero siempre su movilidad llegaba antes. Y me quedaba sentado en la banquita, esperando a mi movilidad, que siempre demoraba, para que me lleve a casa, en medio de unas chicas del P.S. que me parecían insoportables, pero a veces, muy simpáticas. Y reíamos mucho, mientras el señor Roldán, nos deleitaba con sus dotes de buen chofer, y a pedido de todos, soltaba por unos segundos el timón, y el carro zigzagueaba y pasaba uno a uno a los demás autos. Nos sentíamos felices. Y el se sentía feliz de poder hacernos reír tanto.
El parque de mi colegio nunca fue refaccionado. Nunca pusieron una pequeña plantita, nunca llegó ese camión a regar agua descontroladamente. Eso no pasó. Así comprendí, a mi corta edad, como funciona la política, me sentí decepcionado de ese señor. No lo volví a llamar; pero me gustó su trato tan bueno. Me gustó mucho su forma de mentir—que supongo he perfeccionado inconscientemente—. Mi padre nunca supo que había hablado con el alcalde.
Terminé mi primaria. Con el mismo parque de siempre. Comprando cientos de cosas que los ambulantes vendían con rapidez, a la espera que en el momento menos pensado aparezca la policía municipal y les decomise todas esas figuritas en las que gasté gran parte de mi dinero llenando cada álbum que salía, y que ahora se han perdido para siempre. Y solo el recuerdo me trae de vuelta esos momentos de alegría cuando conseguía la única figura difícil y tenía por fin el álbum lleno, listo para guardar como un tesoro —que he perdido con el paso del tiempo, cuando sin darme cuenta mis intereses ya no se reducían a buscar figuritas, ni goma para pegarlas.

En el mismo parque frente a mi colegio, estando en primer año de secundaria, ahora lucía con muchas flores, que no pedí, que ya no esperé encontrar, pero que estaban ahí, fir-mes, lindas, elegantes, que formaban un espacio más que interesante. Me atreví a darle un besito a Luciana, que no se negó. Y supongo no se negó porque ese día tenía puesta mi primera camisa blanca y le había dicho que me la regaló el alcalde.







Harold.

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