martes, 15 de septiembre de 2009

El golpe de los débiles



—Levántate de mi carpeta, Rodrigo—me dijo, Pereda, desafiante—.No le hice caso y seguí resolviendo las preguntas de arte, que el profesor había dejado para final de la clase. No lo miré. Traté de no escucharlo. Mientras miraba mi cuaderno, unas manos fuertes, interrumpían mi lectura. Me tomaban de la camisa y me tiraban al suelo. Mientras yo trataba de seguir sentado en mi carpeta. No entendía hasta ese momento—cuando estuve en el piso, con los libros a mi lado, y los lápices regados por todos lados—que era lo que pasaba, hasta que advertí que algo andaba mal, como era de esperarse cuando uno tiene que tratar con ese tipo de personas tan irracionales.

Estaba en el suelo, desde ahí abajo, lo veía grande, más corpulento, un perfecto abusivo para alguien como yo, que dedicaba mis horas de ocio a hacer las tareas y no a jugar esos partidos de muerte a la vuelta del pabellón. Por un momento hubiera deseado pararme, gritarle todo lo que se merecía ese abusivo y ¿Por qué no? Sacarle la mierda, de la misma forma como tantas veces les había pegado duro a mis amigos. Que incapaces de hacerle nada solo lo miraban con miedo, porque no era respeto, era solo eso: miedo. Cosa que yo no sentía y que disimulaba muy bien, mientras lo veía con ojos del violento más cosmopolita que por eso años el colegio había visto pasear por sus patios.

—Esta bien, Pereda, quédate con la carpeta—le dije, mientras recogía mis cosas sin bajarle la mirada. —maldita sea, si fuera como Marco Tantalean, lo tendría ya en el suelo a este abusivo—pensé—.Me puse de pie y me senté a su lado. Justo sonó el timbre de reinicio de clases y todos empezaron a entras rápidamente para copiar la tarea hecha de los que se habían quedado resolviéndola.

—Jóvenes, me alcanzan sus laboratorios— dijo el profesor mientras se colocaba unos lentes redondos, como los de Alfredo Bryce, que le daban la seguridad y ese aire intelectual para poder decirnos con toda la autoridad moral del mundo: “les falta mucho por aprender, alumnos, alumnos míos.” —Ahora lo recuerdo, como también recuerdo su intervención final en esta historia—.

Durante la clase no hice más que planificar las distintas formas y eventualidades que podrían suceder. En ese momento sentí un fuerte deseo de hacer justicia en ese salón. Después de un análisis exhaustivo, rompí un pedazo pequeño de hoja cuadriculada de mi cuaderno de Arte, y le escribí algo breve. Corto, pero claro. No era necesario decir las cosas de frente, el profesor podría notar el mensaje, y entonces estaría perdido todo. Decidí usar un código simple, como para que su par de neuronas declaradas en huelga desde siempre, puedan entender. “A la salida, rojo sobre verde. Tu jamás amigo, R.”. Se lo pasé dentro de un cancionero de Libido. No tardó mucho en darse cuenta del mensaje. No regresó el papel, volteó y me quedo mirando desafiante. Yo, ahora no lo miraba. Seguía escuchando la clase.

Antes de salir le conté a todos mis amigos. Me miraron con cara de preocupación, yo les dije que le sacaría la mierda, en nombre de todos los que de alguna manera se la quieren sacar desde hace tiempo, pero no se atreven. Todos reímos—menos mi amigo Marco Tantalean, que sabía lo que eso significaba, y ni el mismo se había atrevido a retar a semejante animal, cuya mente no pensaba más en ver sangre sobre la tierra, y repartir golpes e insultos dignos de un ladrón de esquina.


Esa tarde llegaron todos, nunca para una reunión grupal o examen llegarían tan puntuales, y me miraban con cara de una especie de héroe incomprendido, condenado a no ser conocido nunca, más que por los que asistan ese día. También llegaron algunas de nuestras amigas, en especial, Karen. Ella había venido con sus amigas del colegio. Que dirían las monjas Mejicanas si supieran lo que estarían por presenciar esos ojos verdes, claros, guapísimos. Ojos, a fin de cuentas que no verían más de lo que siempre vieron en mí. Al muchacho alegre, espontáneo y, a veces, luchador y defensor de los débiles de cuerpo; pero fuertes de pensamiento.

Se armó una especie de rueda. El aire olía fuertemente a tierra seca. De pronto, se abrió ese círculo hermético, para dejar pasar a Pereda, con la camisa abierta, zapatillas de educación física, y un peinado más descuidado que las computadoras del colegio. Ahí estaba, desde lejos me miraba con odio. Yo no sentía odio por el, lo que sentía era…que había llegado muy lejos, tanto así, que si en ese momento quisiera correr, evadir, delegar o posponer la pelea; toda esa gente ávida de violencia sin límites no me dejaría; no hasta ver como esas camisas se manchaban de rojo. —como les había prometido…en el papelito—. Vamos a ver que tenemos aquí—le dije a Pereda, que ya se daba golpecitos en la cara—.No te la dejaré tan fácil. Yo también tengo una serie de habilidades aprendidas en muchísimas horas frente al televisor—pensé—. Se escucho una bulla y todos fijaron sus miradas en nosotros. Yo esperé que él dé el primer ataque. Desde atrás Karina me daba buena suerte, ¿La necesitaría ahora? No lo sé.


— ¡Vamos, Rodrigo! ¡Tú puedes! —Fácil era decirlo, pero hacerlo yo…—Levanté la mano, en señal de seguridad. Y me puse en guardia. Como un cazador sin ningún tipo de arma recibe a una fiera salvaje que intenta matarlo. A lo lejos veía como Pereda se me acercaba, y en segundos, un puño furioso, cortaba el aire mientras pasaba muy cerca de mi cara. No se quedó tranquilo y arremetió ahora con otro puñetazo que pude contener a duras penas. Siempre tratando de alejarme, siempre mostrando seguridad, de todas maneras, eso, lo que quiera que sea…tenía que terminar. Tenía que regresar a mi casa a terminar de ver la Saga de Hades. —Muy buena—, tenía que regresar para ver a mi novia, para besarla, decirle que le había pegado a un abusivo; y permitir que sus frágiles manos tocaran mi rostro, para que esté segura que no había pasado nada ese día.

Su pie logró hacerme caer al suelo. Lo tenía encima y me cubría la cara. —en el suelo no vale pegar—grito, mi amigo, Marco, pero la colla de Pereda no le permitió meterse. Aprovechando esa distracción le metí un golpe a la altura del estómago que me permitió ponerme en pie. —Ahora es mi turno, maldito—le dije, tomando aire, el necesario para concentrar toda mi cólera, y todo mi asco contra ese idiota. Y sentir que ese solo golpe era el golpe de todos. De todos lo que se veía representados de alguna manera, incluso era el golpe del Profesor de Arte. —pues Pereda siempre se pasaba diciendo que el curso de Arte, como el de Literatura, es “estudiar y leer a puro Afeminado; son mariconadas, por último”. Medí bien la distancia y la intensidad correcta, mismo curso de Física elemental, para darle de lleno. Y Sentí mi puño contra su rostro. Mi mano no sentía dolor alguno, pero Pereda que durante tanto tiempo había golpeado a los débiles, ahora recibía el mismo golpe multiplicado. No se hicieron esperar los gritos de júbilo y alegría de mis amigos. Una nube de polvo se levantó mientras en el suelo, un ya vencido y tocado en el ego, Pereda. Hacia ademanes y se reponía. Para regresar a mí.

Pensé en mi novia, sentí que no era una persona violenta. Lo que más me reconfortaba fue golpearle duro a ese negrito irrespetuoso, que ahora mordía por primera vez la tierra. Y que ahora lo tenía frente a mí, como una fiera que se juega su último ataque. Ahora era diferente. Yo tenía armas para hacerle frente. Se acercaba corriendo a toda velocidad, lanzando miles de groserías y amenazas. Cuando en ese momento, la nube de polvo desapareció por un momento. Unos lentes redondos se veían a la distancia. Ahora de forma más clara. — ¡Carajo, el profesor! —gritaron—. Todos corrieron rápidamente para no ser reconocidos. Cuando miré nuevamente solo veía a Pereda sentado en el suelo. Y la mano del profesor de Arte tocaba mi hombro. En su rostro no había amenaza, tampoco una severa sanción por pelear con el uniforme puesto; por el contrario, un gesto de agradecimiento y contento se veía en su expresión. El sol radiante brillo violentamente en esos lentes redondos, mientras Pereda aún no salía de su desconcierto, y nos miraba como a unos completos extraños. Torpemente buscaba a su contrincante, mientras nos alejábamos de ese lugar. Yo estaba ahora en mi casa, esperando a Karen, mientras terminaba de ver las últimas películas, de estreno, que la piratería me podía ofrecer.

Desperté temprano, me alisté el uniforme, salí en el primer bus que pasó para el colegio. Al entrar al aula todos me miraron. Se hizo silencio por unos minutos. Me senté al último de la fila ese día, y no delante como era costumbre, desde atrás podía ver todo panorámicamente. Faltaba uno…ese precisamente era, Pereda. Llegó tarde y se sentó justo a lado mío. Me miró diferente, al poco rato me alcanzó un papel pequeño, con rastros de tierra rojiza, que decía: Solo por esta vez, te presto mi carpeta, Rodrigo. Mientras levantaba la mano para decir que Salvador Dalí es el autor de “la persistencia de la memoria”, y que es su pintor favorito. Desde lejos el sol formaba extrañas figuras en los lentes redondos del profesor.




Harold

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