viernes, 20 de noviembre de 2009

Fotografía anticipada


Cuando Sebastián supo la cantidad de dinero que ofrecían en internet por ese libro antiguo, dejó todo lo que tenía pendiente, apagó su móvil, se puso una ropa ligera y se dirigió con los ojos brillosos hacia el antiguo cuarto de reliquias que había dejado su abuelo. Hacía años que no había bajado al sótano donde su abuelo guardaba sus libros más preciados. Entró y encendió una tenue luz que en cualquier momento podría apagarse. Ese lugar de la casa contenía muchas cosas que de niño siempre le interesó saber. Caminó resuelto hasta llegar a un rincón. Encontró una franela aun limpia, como si alguien ya hubiera estado ahí . Se fijó en un moderno reloj digital que había quedado sobre el baul. Estaba empolvado, sucio; un reloj japonés exactamente. Se había detenido misteriosamente un viernes 20 de noviembre del 2072. ¿Quién pudo adelantar y dejar ahí ese reloj digital? ¿Hace cuatro décadas ya se fabricaban estos relojes? —se preguntó Sebastián, mientras con cuidado guardó el reloj pulsera en el bolsillo de su pantalón—“No, de hecho que no”, pensó. Abrió el baúl y empezó a buscar con cuidado, podría haber alguna araña o algún bicho raro ahí dentro. Utilizó la tela que estaba ahí y fue sacando y limpiando cada cosa que encontraba. Encontró desde palos de golf hasta revistas escritas en francés, inglés, italiano; siguió buscando entre las cosas empolvadas y halló antiguas pelotas de fútbol firmadas con tinta fresca, cartas escritas en una prosa tan cargada de figuras literarias que no comprendía. Un libro de Borges, una carta inflamada a una señorita de parís—que no era precisamente su abuela—; pero jamás encontró el libro que buscaba. El tiempo se lo había llevado; el tiempo o su abuelo, o tal vez fue a dar a la chica de parís.

Tomó el reloj pulsera que había encontrado. Lo miró distraidamente y vio que ahora marcaba la hora y fecha actual. “No puede ser, qué extraño que resulta todo en este lugar”, pensó mientras caminaba presuroso a la salida. Volvió a mirar el reloj y nuevamente marcaba la fecha y hora anterior, la que venía marcando por tantos años en ese lugar olvidado. Pensó en tirarlo pero desistió de la idea, pues de algún modo le resultaba familiar y hasta le gustaba tenerlo. Era bastante moderno y de seguro que ninguno de sus amigos tenía uno así. Por lo menos le serviría para impresionar a sus amigos del instituto.

Cuando estaba por cerrar la puerta, una fuerza que desconocía le hizo regresar. Se dirigió hasta el centro del pequeño cuarto, caminó unos pasos y encontró un papel sobre la mesa que alguien había improvisado. Tenía un mensaje que le habían dejado. Lo leyó con mucha calma, tratando de saborear las pocas palabras que tenía. El mensaje decía: “el reloj marca la hora final. Las fotos muestran un instante. La página número 356 del libro tiene la respuesta. Encuentra el libro, actualiza la hora”. Sebastián pensó que estar ahí terminaría por volverlo loco. Cuando quiso romper el papel amarillo y gastado por el paso de los años, comprobó que había sido escrito en computadora. La luz tenue fue perdiendo fuerza y Sebastián supo que en cualquier momento se apagaría para siempre; antes de salir, justo detrás de la puerta, había un saco negro muy caro, estaba nuevo, su abuelo lo había dejado ahí o “alguien” lo había dejado ahí, en todo caso: sería suyo. Era muy sofisticado, demasiado para estar ahí en ese cuarto sucio y abandonado. Alguien debió de haberlo dejado ahí porque quería dejarle un regalo. Se lo puso y cerró la puerta, mientras se alejaba sentía como la luz cándida del foco que alumbraba se iba apagando lentamente hasta convertirse en un hilo de luz que ya no alumbra.

Se dirigió hasta su cuarto, contento por el abrigo y el reloj moderno que había encontrado, y al no reclamarlos nadie, ni tener dueño por tantos años, era justo que él fuera el único dueño. Era lo que Sebastián pensaba, mientras echado en su cama, imaginaba lo que le dirían sus amigos del instituto. “¿Pero de dónde sacaste ese abrigo, ese reloj?” Sí, eso sería lo primero que le dirían. Él no lo sabía pero…eso no importaba mucho. Tampoco importaba mucho el libro, con lo que había conseguido era más que suficiente. Pensaba en que si vendía el abrigo le darían mucho dinero, podría con ello comprarse una netbook, una consola de Play station 3, muchas salidas y muchas películas en 3D con su chica, etc. Sebastián siguió relajado, pensando en muchas cosas que de seguro haría, hasta que se quedó dormido.

Fue la tercera vez que sonó su móvil. Sebastián pensó que sería su chica, que lo llamaba para quedar una salida a lo de su amiga Danna. No fue así, era la voz de un hombre, exactamente alguien que antes ya había hablado con él, hace mucho tiempo, pero que ya no recordaba el nombre. Tratando de despertarse por completo, Sebastián contestó y solo pudo oír: “mira la foto, que tengas suerte”, y cortó. Sebastián pensó que sería alguna broma ¿qué foto?, él no tenía ninguna foto reciente; no había salido de casa todo el día, eso era imposible. Se paró y fue hasta el espejo. Se miró y se llevó tremenda sorpresa. Sus ojos estaban a punto de dejar escapar un par de lágrimas. No podía ser. No podía haber sido un sueño. Ya no tenía puesto el reloj, ni el abrigo, ni tampoco la ropa que utilizó para ir hasta el cuarto del abuelo. ¿Cómo pudo contestar si tenía el móvil apagado? Lo apagué para que no me llamaran mientras buscaba ¡No puede ser, maldita sea! Fue lo más rápido que pudo hasta el cuarto del abuelo, entró sin importarle nada, ya no sentía miedo ni curiosidad. Sentía una cólera mezclada con una tristeza melancólica de haberlo perdido todo. De haber perdido todo eso que sintió suyo. Cuando entró al cuarto del abuelo lo vio todo limpio, una luz blanca iluminaba el cuarto y mostraba su gran vacío. Solo había una mesa y una pequeña caja ahí dentro. Sebastián pensó: “pero esto es una broma que alguien me quiere jugar, si sigo terminaré por volverme loco”. Ya nada le importó, tomó la caja y salió con ella hasta su cuarto. La abrió y encontró una cámara digital Sony, muy moderna para estos tiempos. Cuando puso el código en la página de Sony se dio con la sorpresa que aun estaba en desarrollo. Solo tenía una foto. En ella aparecía abrazado con su abuelo, en Isla de Pascua; lucía puesto el reloj y el flamante abrigo negro. Ambos sonreían para la foto. Había sido tomada el 20 de noviembre del 2072.

Pasaron sesenta años desde ese día. Sebastián nunca le contó nada a nadie de lo ocurrido en ese cuarto del abuelo, ni a su madre. Siguió su vida normalmente, como todos los que compran su ropa y relojes en las tiendas. Sony sacó el modelo de cámara que había encontrado en la cajita. El reloj japonés se volvió muy popular entre los chicos que querían estar a la moda. Ese viernes por la noche, Sebastián fue lentamente hasta su cuarto. Notó que ya tenía un aire que antes había percibido, varias cajas con sus objetos más preciados en la esquina más lejana— era el cuarto de un anciano solitario—. Abrió el cajón, sacó la cámara Sony que seguía flamante, con muchas fotos de sus nietos; Se puso los lentes y volvió a leer la página 356 de “Mil libros”. El libro que había comprado por internet, pagando una fortuna. Miró su reloj y eran ya las 11:45 pm. Esa noche, Sebastián durmió tranquilo. Su viejo abrigo negro colgaba de la pared.

Harold Rodríguez

Aquí les dejo un video que me gustó mucho! XD


martes, 13 de octubre de 2009

No leas mis correos


Te despertaste a la media noche y prendiste la computadora portátil. Sabías mi contraseña porque una vez te la dije para que respondieras por mí unos mails que yo no era capaz de leer, y mucho menos: de responder tan bien como tú lo harías. No me equivoqué cuando te lo pedí, pero tal vez mi error, sutil y casi imperceptible poco a poco fue ganando notoriedad en la medida que seguiste contestando mis mails —obviamente, mucho mejor que yo—pero sin mi permiso. Soy un confiado y no me he preocupado en cambiar mi clave, y si lo dudas, pues puedes abrir nuevamente mi correo y verás, con sorpresa, que la clave que “crees es la clave” sigue abriendo mi cuenta de MSN, y quiero que sepas que: para ti, siempre estaré como conectado y siempre podrás revisar mis mails, incluso aunque me de cuenta al revisarlos y sepa que tú ya los leíste por mí. Y sabré, con seguridad, que aquellos mails malintencionados que Héctor me ha enviado fueron filtrado porque tú así lo quisiste; como también quisiste responderle a Sandrita cuando yo te lo pedí; en ambos casos fue lo mejor que pudiste hacer por mí en esos tiempos en los que me pasaba horas de horas conversando contigo, hablando de todo…menos de mis mails. Yo nunca supe de tu contraseña, en ninguna cuenta que tengas—que no son pocas y que yo jamás podría aprender de memoria todas esas claves que tú guardas con cuidado—y así es mejor. No me interesa saber que muchos chicos te escriben, como es lógico esperar, pero prefiero enterarme por ti. Prefiero que seas tú la que me cuente, entre risas mientras tomamos helados los fines de semana en ese lugar que tanto te gusta, las cosas que les respondiste y como simplemente terminaron por desistir de sus persistentes esfuerzo por conquistarte, por conquistar a la chica que quiero ahora como te quería en un principio cuando solo éramos amigos, y luego enamorados; y luego nuevamente amigos.

Te cuento muchas cosas mientras sigo tomando mi helado. En estos últimos meses me he pasado leyendo libros de Bolaño—como sé que te gustaría saber—, he comprado muchas películas para poder ver cuando me vayas a visitar; aunque en verdad nunca vemos ninguna y terminamos por ir al cine. No me gusta ir solo al cine porque siento que “sólo podré ir a ver una película”. No podría ir solo porque te extrañaría mucho y pensaría que tú—tan graciosa y linda como eres, pero más que todo linda—luego te burlarías de mí al saber que me fui solo y no te pude llamar para que me acompañes. Hoy he comprado dos entradas para ir al cine. Las compré con la tarjeta de nuestro buen amigo Roger. Te contaré que Roger sigue siendo el mismo chico estudioso de siempre. Le han dado una beca y pronto se irá a Méjico para estudiar una maestría. Bien por él, se lo tiene merecido; como nos tenemos merecidas las entradas que nos ha regalado—porque no permitió que se las pagara luego—. Lo encontré en la librería, que es inusual para él, y le dije que si algo me hubiera gustado mucho: “eso sería saber que es nuevamente tu novio”. Sí, así le dije. Se sorprendió. Tomó sus libros y salió lentamente por la puerta no sin antes mostrarme una sonrisa, que interpreté como un agradecimiento. Regresé a mi casa sin comprar ningún libro, pero con las entradas y muchas ganas de llamarte.

Son casi las once de la noche. Me la he pasado mandando “besos” y comentarios en el Facebook. Te he estado esperando y no entraste como quedamos. Te dejé un mensaje de voz donde te decía sobre como me había ido en todo el día. Te reclamé porque le mandaste un mail, como solías mandarme a mí cuando nos peleábamos, a una amiga mía. Te mostraste egoísta cuando no debías serlo. Quisiste que yo dejara de verme con ella. Eso no fue justo, como no fue justo que te escribiera lo que luego provocó que te molestes conmigo. Cambie mi clave—le puse tu nombre, lo cual no cambio nada—. No te hablé en toda la noche. Esperé que fueras tú la primera en hablarme y decirme que te equivocaste, y que mandar ese mail a mi amiga fue un error de tu parte. Eso no sucedió, como no sucedió que nos vayamos al cine ni a tomar los helados al otro día. No pasó porque “a veces es mejor que las cosas no pasen” y porque tal vez, nuestra amistad ya no es solo amistad y sin darnos cuenta nos hemos vuelvo a ver como nos veíamos antes. Lo sé porque he leído lo que le dijiste a mi amiga. Le dijiste que dejara de escribirme. Y lo conseguiste, no me ha vuelto a escribir. Ahora sé que cambiar la clave de mi MSN es algo que tengo que hacer, y que en ningún caso deberías saberla porque te harías daño y dejaríamos de ser los buenos amigos que somos. ¿Y las entradas? Se las regalé a nuestros amigos, de los pocos que nos quedan en común, y estoy seguro que “no verán toda la película” como no la veíamos nosotros y luego teníamos que volver a verla en su versión DVD –un CD “alternativo” —y nos gustaba tanto como de seguro ahora les está gustando a Vane y al colorado de Renato. Me alegro por eso.

Ahora tengo una nueva contraseña, que ya no es precisamente tu nombre, ni el de tu película favorita; me he concentrado para escribirte un nuevo mail, sé que te gustará, porque te conozco tan bien como para escribirlo. Sé que me llamarás pronto y que te disculparás con esa amiga mía que ves con cuidado. Y lo sé con seguridad, porque esta madrugada antes de ir a dormir, lo he leído en un mail que tienes en tu correo.
Harold Rodríguez
Un video que me recomendaron XD


martes, 15 de septiembre de 2009

El regalo que no te compré



Andrea me ha dicho que me hará un regalo por “el día del amigo”. No tengo la menor idea de qué podré comprarle si ella no está para escoger por mí. Y como siempre pasa, me limitaré a sonreír a la chica que atiende y decirle que pronto regresaré—lo cual no pasará, o trataré que no pase muy pronto—. Comprarme ropa me ha resultado fácil, holgado, sin el mayor esfuerzo mental posible. He comprado mucha ropa que me ha quedado perfecta, sin probármela, como si la hubieran diseñado a mi medida y como si hubieran hecho un escáner de mi billetera—una billetera gastada, con tristeza melancólica de haber albergado mucho dinero—; en todos esos casos comprar ropa me ha procurado una cierta felicidad que sin darme cuenta poco a poco he ido perdiendo hasta desinteresarme totalmente en ella.


Sé lo que tengo que comprar: un pantalón. Le compraré un pantalón, pienso. Pero hay un pequeño problema, estas tiendas donde ella compra la ropa son “solo chicas” no existe la posibilidad—para su suerte, y mala suerte mía—de poder comprarle algo en una tienda donde encuentre ropa para ambos, como me gustaría. Sé que tengo que comprarla en una tienda de esas que tanto le gusta frecuentar y hacerme esperar mientras se prueba la ropa. Y soy feliz de estar ahí mirándola como se pone cada ropa que según ella la hará más linda de lo que ya es. Yo la quiero con la ropa que sea. Si eso la hace sentirse bien, y puedo permitirme comprarle una que otra cosa: pues perfecto ¡nos llevamos todo!


Para despejar mi mente o por simple intensión de pasar el tiempo, me acerco a un puesto de servicio de televisión digital. Me suscribo falazmente al paquete más caro que existe. Me siento emocionado porque sé que no podré ver todos esos canales que me ofrecen en un solo día, así me pasara toda la madrugada. El joven que brinda el servicio, anota mis datos, mi supuesta dirección, me pide el teléfono y le doy el teléfono de la amiga de Andrea. Pienso: “que la molesten un rato, se lo merece porque siento que tiene una vida de un relajo envidiable, un relajo que quisiera tener, que envidio de alguna manera porque siento que esa chica vive más tranquila y feliz que yo. Entonces le mandaré a los servidores de cable para que le hagan pasar un buen rato, para que la suscriban a todos esos canales y tenga que pasarse horas de horas sentada o echada en su cama cambiando de canal…sin encontrar ninguno bueno, o encontrando uno aburrido”. Me despido y siento que he condenado a Paola a ser un rehén de la televisión. No puedo ocultar mi sonrisa.


Mientras voy avanzando distraídamente, un niño de aproximadamente unos ocho o nueve años corre más distraído que yo. Me mancha el pantalón con las cremas de su hamburguesa. “Qué te pasa, niño, ten más cuidado. No puedes correr así como si nada, mira lo que haces”, le digo. Me mira desafiante y me dice: “no me grites, porque le diré a mi papá Kino”. “Mira niño, en realidad eres un grosero. Mejor pásame un poco de tus papas al hilo, que están buenas”, le digo. Tomo algunas y me las como lentamente mientras lo miro. Levanta la mano, de entre esa masa anónima de gente que come ruidosamente entre risas, sale un hombre de cuidado. Un rostro fiero, moreno, mucho más alto que yo, y con muchísimas horas de Gimnasio más que yo. Se acerca a mí, pone a su hijo, un niño blanquito, débil, de rulitos, detrás de él y me dice:
—¿Sucede algo, compadre?
—Lo que pasa es que soy un pusilánime—le digo, esperando su reacción.
—¿Qué eres qué? No me vengas a joder la comida ah. Soy del Callao compadre. A mí nadie me la hace. ¿Qué problemas tienes con mi tigrillo?
Me burlo viendo el tremendo contraste entre su “supuesto” hijo y él. Lo miro con tranquilidad, dueño de una seguridad de que saldré airoso de esa breve discusión y le digo:
—Sí. Usted tiene que ser del Callao. Sé le nota—y supongo que lo mismo le diría su esposa cuando nació su hijo.
Un pequeño dedo acusador, intimidante, me pone en una situación peligrosa frente a este hombre, que antes que hombre tonto, padre engañado, es una máquina de pelea, y si algo sabe resolver, pues supongo que lo soluciona de esa manera. Como le ha enseñado la vida a resolver sus problemas, incluso los que tengan que ver con hamburguesas.
—Papi, ese joven me ha quitado las papitas al hilo, “tus papitas”. Y me ha gritado.
—Eso es mentira, no fue así—me defiendo—. Lo que ha pasado es que me ha manchado el pantalón de mostaza. —y extiendo mis manos manchadas de esa crema, y le muestro la parte de mi pantalón que son pruebas evidentes, y justifican todo.
—Ja, ja. Eso no es nada, compadrito, vente para mi mesa y lo solucionamos. —me dice con voz amable. No sé si debería, podría ser una trampa. Pero lo hago.
—Pues, gracias, solo necesito un par de servilletas. Sabe, tengo que hacer unas compras.
Nos sentamos a la mesa. Me invitan piezas de pollo mientras me cuenta las desgracias de su querido equipo: “Sport Boys”. Le digo que yo soy hincha del Boys. Que es un equipazo, una verdadera injusticia que no esté en la primera. —nunca le diría que soy hincha del Sporting Cristal, y que su equipo no me interesa para nada.
Este hombre de extraña felicidad, me sorprende, siento que solo estoy ahí porque sabía lo que pasaría si me ponía insolente, si no le daba la razón. Mejor así. Terminamos de comer el pollo, y pide más…esa noche termino por comer tantas piezas crocantes de pollo que creo que tengo KFC para todo el año. Aun cuando ya no lo como sigo sintiendo el sabor crocante en mi boca. Supongo que ahora ya no me gusta. Y si me invitan, diré que ya no deseo.
Me despido de ambos, mientras contemplo la figura de un puma en color plata en su polo, y en el polo de su hijo. He pasado media hora con ellos, y no les he preguntado su nombre, ni que hacen exactamente, bueno el niño estudia, pero de él no sé nada. Le pregunto: “¿le ha gustado Trujillo, que le parece…”. Me responde: “una ciudad muy tranquila, pero tiene su encanto”. Lo miro con aire de confianza y le digo que soy estudiante de economía. “¿Estudias economía? No parece compadre…Gastas mucho dinero comprando cosas acá. O acaso los economistas son gastadores, les llega altamente ahorrar y esas cosas”, dice mientras sonríe con su hijo. No sé que responder. Le digo que soy un “economista alternativo”. Nos reímos sin parar, escandalosamente. Me río sin ganas. Luego me mira con una frialdad premeditada y me dice: “yo también he estudiado economía, pero en la universidad de la calle”. “yo tengo calle, nadie me engaña, esas cojudeces de PBI, que las cifras donde estamos muy bien, no las entiendo para nada, no las creo. Toda esa basura que dicen en la Tele es una gran mentira. Y punto. Da un sorbo a su vaso de gaseosa y me mira sin esperar respuesta. Como si yo tuviera que hacer más llevadera su frustración. Esperando que yo le aclare esas cosas. Pero como soy un economista alternativo le toco el hombro y le digo: “hombre, esas son cosas que no te podré explicar, porque he tratado de no aprenderlas bien, y así es mejor”.


—Tengo que ir a comprar un regalo a mi ex—le digo, anunciándole que tengo que irme. Que ya no podré seguir escuchando sus dudas económicas.
—Pues, tienes que darte prisa. —me dice.
—Sí, están por cerrar este lugar. No dispongo de mucho tiempo, ni de mucho dinero.
—Pero sabe, no sé como compraré ropa de chica, tengo cierto reparo al ser el único hombre en medio de tantas chicas que escogen ropa de todo tipo.
—Fregado tu caso, compadre. Yo no entro ni fregando—mientras cruza los brazos y mira la tienda de ropa para chicas.
—Que problema—le digo—. Pero tengo que hacerlo. Ella me comprará algo y es justo que yo también lo haga. Tomaré valor y lo haré.
—¡Que cabreada! Dale el dinero y que ella se compre lo que quiera. Eso hago con mi esposa. No soporto esperar que compre. Le paso la tarjeta y me la entrega igual que mi Sport Boys. Una Barbaridad, ahora no lo entiendes, pero así como vas…
—Es diferente, no sé como explicarle esa diferencia, pero tiene que creerme: ella es una persona muy especial. Antes que mi novia o ex novia: mi mejor amiga.
—Bueno, bueno…eso es cosa tuya. No me meto. Pero bien cabreado será estar ahí en esa tienda rosada, con flores, con chicas y señoras que compran…Ja, ja.
El niño interviene, y dice algo que no esperaba: “Pídele a la vendedora que te escoja algo, y la esperas afuera, luego pagas y resuelto. —Este niño será un economista—pienso—. No podría haber dicho una cosa más ingeniosa. Eso haré. Y así me liberaré de pasar ese mal rato ahí dentro. Me despido, tocándole suavemente la cabeza, mientras mi mano toma sus ultimas papitas fritas mientras le sonrío sarcásticamente. Me despido de su padre, que aprieta mi mano lo más fuerte que puede, y de pronto siento como que fuera una suerte de prensa metálica que me ajusta la mano sin la menor compasión. De pronto me la suelta y aprovecho para alejarme lo más rápido de esa mesa. A lo lejos los veo como siguen concentrados, dueños de una paz absoluta, mientras contemplan su comida.


Avanzo con apuro, esquivando a la gente, hasta llegar a la tienda donde compra Andrea. La miro desde fuera y siento que algo está por pasar, que no será nada favorable para mí. Me quedo parado ahí como si fuera una especie de trabajador de la tienda. Luego miro mi reloj y comprendo que están a punto de cerrar. Pienso que Andrea ya me habrá comprado el regalo, y yo no tengo la valentía de entrar. Me decido de una vez, tomo aire, y me digo: hay que querer bien, y ser bien hombre para hacer esto. Entro a la tienda y miro toda la ropa excelente que las chicas comprar gustosamente. Y que además eligen con una felicidad que yo he perdido. No me interesa para nada las marcas, ni la ropa que lleve Andrea, yo la quiero por su forma de ser, y cualquiera de esas prendas le quedarán muy bien, y se verá linda. Así que eso me hará más fácil la elección. Hay una chompa que me gusta—que le gusta a Andrea, digo—Una chica de sonrisa fácil, se acerca, es una chica que no es ni bonita ni fea, pero es atractiva. De cuerpo esbelto y ojos gitanos. Me gusta que me atienda ella, me inspira cierta confianza. Le pregunto: “¿Cuánto está esta Casaca de moda?...No es para mí, le aclaro”. Me mira con una sonrisa que tomo como una forma de comprensión a mi situación y responde: “No importa, si te gusta te hago un descuento”. Me río y le digo: ¡Que no es para mí, es para mi chica!”. Sonríe nuevamente y me dice que le gustaría tener un novio así. —sé que soy un ex novio dispendioso que compra todo lo que hace feliz a su “amiga”—. Me dice un precio que puedo pagar sin problema, pero la verdad es que la casaca no tiene muchos detalles lo cual me hace cambiar de parecer. En realidad todo lo que me muestra no me gusta, obviamente no me gusta porque soy un chico. Pero mi disgusto por la ropa es otra cosa que no puedo explicarle a la vendedora. Que ha soportado con un estoicismo admirable.


Justo cuando estoy viendo unos pantalones de moda, una voz aguda corta el aire hasta llegar a mí. “Qué cabreado que resultaste Omarcito, bien ahí, pruébate sin compromiso”, y luego un conjunto de risas desordenadas, Paola y su hermana menor seguían riéndose desde la puerta de la tienda. Toda la gente dentro de la tienda volvió la mirada a mí. Y fueron unos segundos donde sentí que era ligeramente famoso; aunque esta fama sea el resultado de comprar en una tienda para chicas. Saludé con aire de venganza—deseando que pronto llegara el señor del cable a su casa—y por suerte, ellas avanzaron y las chicas volvieron a su tarea de escoger ropa nueva, flamante, que las haría verse lindas.


—Te animaste por alguno en especial—preguntó la vendedora, mostrándome un nuevo modelo de pantalón focalizado—. Tengo también este modelo que ha llegado ayer.
—No sé si será exactamente su talla. Digamos que es así como de tu tamaño. Ni alta ni baja. Con tus mismas medidas.
—Entonces…¿te animas a llevarlo? Le va a encantar este pantalón. Me gustaría poder comprarlo. Tal vez lo haga con la paga de fin de mes.
—¿Me harías un favor?—le pedí mirándola a los ojos—¿te probarías el pantalón como si fueras ella?
—¡Qué dices, estás loco! —y cuando dijo eso sentí que había logrado su confianza, pues no cualquier vendedora me dice eso, y obviamente no cualquier cliente pide semejante cosa—. No me probaré nada, quién atenderá a los clientes mientras tanto.
—Yo lo haré. Soy un buen vendedor; pero un pésimo comprador.
—¿Quién será tu novia, amigo?
—Una persona admirable. Alguien por la que me he metido a un tienda de chicas, y mira todo lo que estoy haciendo.
—Bueno, eres un buen chico. Te ves lindo haciendo estas cosas.
—Eh gracias…no es para tanto. Tú te ves más linda. Pero te verás mucho más linda cuando te hayas puesto el pantalón.
—Esta bien, tú ganas. Me lo probaré—y caminando lentamente se dirigió hacia el probador.
Se abrió la cortina del probador, me pidió que me acercara. Me mostró el pantalón de moda. Súper ceñido. Digno de una mirada focalizada. Le quedaba excelente. No pude hacer nada más que decirle: “no sé cuando cueste este pantalón, pero como te queda a ti. No le quedará a nadie más.
—¿Te gustó, ahora si te lo llevas?
—Me encantó, linda. No te lo quites…no por ahora—me dirigió una mirada astuta.
—¡Hoy no le regalaré nada a Andrea! Te queda tan bien: ¡que te lo regalo a ti! Por tu paciencia y buen trato, por ser una chica guapa.
Ella no salía de su asombro. Estaba sonriente, no se quitó el pantalón. Me quedó mirando con un brillo especial en los ojos. Ahora me veía diferente. Así me siguió mirando hasta que silenciosamente salí de la tienda de ropa. Una vez afuera, le grité:
—¡Feliz día de la amistad!
En la tienda una grupo de señoras y jovencitas seguían comprando. Seguían llevando cosas que les procuran una efímera felicidad. La chica guapa de la tienda se llevo la mano a los labios y con una tierna sonrisa de niña juguetona me mandó un besito volado. Y así salí llevando una bolsa muy bonita pero vacía—la bolsa del pantalón—; la chica se quedó puesta un pantalón hermoso, que tendría que sacárselo al terminar esos breves momentos de amistad. En mi emoción de verla tan linda: había olvidado el pequeño detalle de pagarlo.






Harold Rodríguez.

El golpe de los débiles



—Levántate de mi carpeta, Rodrigo—me dijo, Pereda, desafiante—.No le hice caso y seguí resolviendo las preguntas de arte, que el profesor había dejado para final de la clase. No lo miré. Traté de no escucharlo. Mientras miraba mi cuaderno, unas manos fuertes, interrumpían mi lectura. Me tomaban de la camisa y me tiraban al suelo. Mientras yo trataba de seguir sentado en mi carpeta. No entendía hasta ese momento—cuando estuve en el piso, con los libros a mi lado, y los lápices regados por todos lados—que era lo que pasaba, hasta que advertí que algo andaba mal, como era de esperarse cuando uno tiene que tratar con ese tipo de personas tan irracionales.

Estaba en el suelo, desde ahí abajo, lo veía grande, más corpulento, un perfecto abusivo para alguien como yo, que dedicaba mis horas de ocio a hacer las tareas y no a jugar esos partidos de muerte a la vuelta del pabellón. Por un momento hubiera deseado pararme, gritarle todo lo que se merecía ese abusivo y ¿Por qué no? Sacarle la mierda, de la misma forma como tantas veces les había pegado duro a mis amigos. Que incapaces de hacerle nada solo lo miraban con miedo, porque no era respeto, era solo eso: miedo. Cosa que yo no sentía y que disimulaba muy bien, mientras lo veía con ojos del violento más cosmopolita que por eso años el colegio había visto pasear por sus patios.

—Esta bien, Pereda, quédate con la carpeta—le dije, mientras recogía mis cosas sin bajarle la mirada. —maldita sea, si fuera como Marco Tantalean, lo tendría ya en el suelo a este abusivo—pensé—.Me puse de pie y me senté a su lado. Justo sonó el timbre de reinicio de clases y todos empezaron a entras rápidamente para copiar la tarea hecha de los que se habían quedado resolviéndola.

—Jóvenes, me alcanzan sus laboratorios— dijo el profesor mientras se colocaba unos lentes redondos, como los de Alfredo Bryce, que le daban la seguridad y ese aire intelectual para poder decirnos con toda la autoridad moral del mundo: “les falta mucho por aprender, alumnos, alumnos míos.” —Ahora lo recuerdo, como también recuerdo su intervención final en esta historia—.

Durante la clase no hice más que planificar las distintas formas y eventualidades que podrían suceder. En ese momento sentí un fuerte deseo de hacer justicia en ese salón. Después de un análisis exhaustivo, rompí un pedazo pequeño de hoja cuadriculada de mi cuaderno de Arte, y le escribí algo breve. Corto, pero claro. No era necesario decir las cosas de frente, el profesor podría notar el mensaje, y entonces estaría perdido todo. Decidí usar un código simple, como para que su par de neuronas declaradas en huelga desde siempre, puedan entender. “A la salida, rojo sobre verde. Tu jamás amigo, R.”. Se lo pasé dentro de un cancionero de Libido. No tardó mucho en darse cuenta del mensaje. No regresó el papel, volteó y me quedo mirando desafiante. Yo, ahora no lo miraba. Seguía escuchando la clase.

Antes de salir le conté a todos mis amigos. Me miraron con cara de preocupación, yo les dije que le sacaría la mierda, en nombre de todos los que de alguna manera se la quieren sacar desde hace tiempo, pero no se atreven. Todos reímos—menos mi amigo Marco Tantalean, que sabía lo que eso significaba, y ni el mismo se había atrevido a retar a semejante animal, cuya mente no pensaba más en ver sangre sobre la tierra, y repartir golpes e insultos dignos de un ladrón de esquina.


Esa tarde llegaron todos, nunca para una reunión grupal o examen llegarían tan puntuales, y me miraban con cara de una especie de héroe incomprendido, condenado a no ser conocido nunca, más que por los que asistan ese día. También llegaron algunas de nuestras amigas, en especial, Karen. Ella había venido con sus amigas del colegio. Que dirían las monjas Mejicanas si supieran lo que estarían por presenciar esos ojos verdes, claros, guapísimos. Ojos, a fin de cuentas que no verían más de lo que siempre vieron en mí. Al muchacho alegre, espontáneo y, a veces, luchador y defensor de los débiles de cuerpo; pero fuertes de pensamiento.

Se armó una especie de rueda. El aire olía fuertemente a tierra seca. De pronto, se abrió ese círculo hermético, para dejar pasar a Pereda, con la camisa abierta, zapatillas de educación física, y un peinado más descuidado que las computadoras del colegio. Ahí estaba, desde lejos me miraba con odio. Yo no sentía odio por el, lo que sentía era…que había llegado muy lejos, tanto así, que si en ese momento quisiera correr, evadir, delegar o posponer la pelea; toda esa gente ávida de violencia sin límites no me dejaría; no hasta ver como esas camisas se manchaban de rojo. —como les había prometido…en el papelito—. Vamos a ver que tenemos aquí—le dije a Pereda, que ya se daba golpecitos en la cara—.No te la dejaré tan fácil. Yo también tengo una serie de habilidades aprendidas en muchísimas horas frente al televisor—pensé—. Se escucho una bulla y todos fijaron sus miradas en nosotros. Yo esperé que él dé el primer ataque. Desde atrás Karina me daba buena suerte, ¿La necesitaría ahora? No lo sé.


— ¡Vamos, Rodrigo! ¡Tú puedes! —Fácil era decirlo, pero hacerlo yo…—Levanté la mano, en señal de seguridad. Y me puse en guardia. Como un cazador sin ningún tipo de arma recibe a una fiera salvaje que intenta matarlo. A lo lejos veía como Pereda se me acercaba, y en segundos, un puño furioso, cortaba el aire mientras pasaba muy cerca de mi cara. No se quedó tranquilo y arremetió ahora con otro puñetazo que pude contener a duras penas. Siempre tratando de alejarme, siempre mostrando seguridad, de todas maneras, eso, lo que quiera que sea…tenía que terminar. Tenía que regresar a mi casa a terminar de ver la Saga de Hades. —Muy buena—, tenía que regresar para ver a mi novia, para besarla, decirle que le había pegado a un abusivo; y permitir que sus frágiles manos tocaran mi rostro, para que esté segura que no había pasado nada ese día.

Su pie logró hacerme caer al suelo. Lo tenía encima y me cubría la cara. —en el suelo no vale pegar—grito, mi amigo, Marco, pero la colla de Pereda no le permitió meterse. Aprovechando esa distracción le metí un golpe a la altura del estómago que me permitió ponerme en pie. —Ahora es mi turno, maldito—le dije, tomando aire, el necesario para concentrar toda mi cólera, y todo mi asco contra ese idiota. Y sentir que ese solo golpe era el golpe de todos. De todos lo que se veía representados de alguna manera, incluso era el golpe del Profesor de Arte. —pues Pereda siempre se pasaba diciendo que el curso de Arte, como el de Literatura, es “estudiar y leer a puro Afeminado; son mariconadas, por último”. Medí bien la distancia y la intensidad correcta, mismo curso de Física elemental, para darle de lleno. Y Sentí mi puño contra su rostro. Mi mano no sentía dolor alguno, pero Pereda que durante tanto tiempo había golpeado a los débiles, ahora recibía el mismo golpe multiplicado. No se hicieron esperar los gritos de júbilo y alegría de mis amigos. Una nube de polvo se levantó mientras en el suelo, un ya vencido y tocado en el ego, Pereda. Hacia ademanes y se reponía. Para regresar a mí.

Pensé en mi novia, sentí que no era una persona violenta. Lo que más me reconfortaba fue golpearle duro a ese negrito irrespetuoso, que ahora mordía por primera vez la tierra. Y que ahora lo tenía frente a mí, como una fiera que se juega su último ataque. Ahora era diferente. Yo tenía armas para hacerle frente. Se acercaba corriendo a toda velocidad, lanzando miles de groserías y amenazas. Cuando en ese momento, la nube de polvo desapareció por un momento. Unos lentes redondos se veían a la distancia. Ahora de forma más clara. — ¡Carajo, el profesor! —gritaron—. Todos corrieron rápidamente para no ser reconocidos. Cuando miré nuevamente solo veía a Pereda sentado en el suelo. Y la mano del profesor de Arte tocaba mi hombro. En su rostro no había amenaza, tampoco una severa sanción por pelear con el uniforme puesto; por el contrario, un gesto de agradecimiento y contento se veía en su expresión. El sol radiante brillo violentamente en esos lentes redondos, mientras Pereda aún no salía de su desconcierto, y nos miraba como a unos completos extraños. Torpemente buscaba a su contrincante, mientras nos alejábamos de ese lugar. Yo estaba ahora en mi casa, esperando a Karen, mientras terminaba de ver las últimas películas, de estreno, que la piratería me podía ofrecer.

Desperté temprano, me alisté el uniforme, salí en el primer bus que pasó para el colegio. Al entrar al aula todos me miraron. Se hizo silencio por unos minutos. Me senté al último de la fila ese día, y no delante como era costumbre, desde atrás podía ver todo panorámicamente. Faltaba uno…ese precisamente era, Pereda. Llegó tarde y se sentó justo a lado mío. Me miró diferente, al poco rato me alcanzó un papel pequeño, con rastros de tierra rojiza, que decía: Solo por esta vez, te presto mi carpeta, Rodrigo. Mientras levantaba la mano para decir que Salvador Dalí es el autor de “la persistencia de la memoria”, y que es su pintor favorito. Desde lejos el sol formaba extrañas figuras en los lentes redondos del profesor.




Harold

lunes, 14 de septiembre de 2009

El disfraz


Estaba por llegar tarde a su nuevo trabajo. Juan Eduardo seguía mirando Cinescape en el televisor de su cuarto, era el único programa que le gustaba ver. Desde la cocina, la señora Fernanda, su madre, le gritaba que se apure, que iba a llegar tarde a su primer día de trabajo. Cuando Fernanda estaba por golpear la puerta del cuarto, de pronto, Juan Eduardo lucía completamente vestido con un traje de “Nemo”. Para sorpresa de su madre, el nuevo trabajo que había conseguido era de muñeco de fiestas infantiles. Fernanda estaba sorprendida; Juan Eduardo ocultaba una sonrisa detrás del disfraz.
—¿Y ese disfraz, mi amor? —le dijo Fernanda, llevándose las manos a la cintura.
—Es mi vestimenta de trabajo, mami. Tengo que ponérmela. No hay roches, me gusta mi nuevo trabajo, además solo es un ratito. Luego me lo quito y puedo comer lo que quiera en la fiesta—dijo Juan Eduardo, mirándose en el espejo de la sala.
—Bueno, hijo. Me alegra que hayas encontrado un trabajo decente. Donde no te exploten, donde estés tranquilo y feliz. Y mira que los niños estarán felices de que tú les animes la fiesta. Desde chiquito te han gustado las fiestas, mi amor. Te acuerdas cuando te llevé al cumpleaños de tu primita Marianita, como bailabas con ella, hijito. Y te acuerdas de esa chiquita Celina, como le dabas de comer la mazamorra en la boquita como un caballerito.
—Sí, si, mamá. Me gustaría recordar más detalles pero estoy sobre la hora.
—No te preocupes, corazón, si gustas le digo a tu papá que te lleve.
—No, gracias, mami. Prefiero ir solo. Todo sea por amor a los niños: ¡qué sería de este país sin personas trabajadoras como tu hijo!
—Qué sería, hijo—dijo Fernanda, suspirando—. Ya, ahora sí. Te apuras porque ya estás en la hora. Y te felicito por tu trabajo. Ya era hora que dejes de una vez a esos explotadores del Plaza Real. No te pagaban lo justo y te hacía trabajar horas extras, mi amor.
Fernanda abrazó a su hijo. Le dio un beso en la mejilla. Le dio los mejores deseos y le dijo que muy pronto dejaría estos trabajos eventuales, pronto conseguiría un trabajo a su altura; como se merece un muy prometedor estudiante de economía. En la televisión pasaron un anuncio de “precios de infarto en Tottus”; Fernanda ahora miraba la propaganda con una sonrisa.
Juan Eduardo fue a su cuarto y se quitó el disfraz con rapidez. Salió lo más rápido que pudo. Llevaba una botella de coca-cola en la mano y cargaba una mochila. Cuando estaba en el umbral de la puerta, de pronto se detuvo. Regresó por su celular, tenía una llamada perdida. No pudo llamar pues era su costumbre nunca poner crédito a su celular y confiar en la buena voluntad de sus amigos, confianza que depositaba en los “mensajes misios” y que mayormente tenían buen resultado. Esa vez no fue la excepción. A los pocos minutos su celular estaba vibrando, en la pantalla se leía: “llamando Solange”. Esperó la tercera timbrada, tomó un poco de aire y de repente…la llamada se cortó.

Juan Eduardo salió apurado y abordó el primer taxi que apareció a su encuentro. Indicó la dirección al conductor, un pelado de nariz perfilada y mirada inquisidora, la cual escondía detrás de unos lentes de aviador. El celular nuevamente empezó a vibrar, Juan Eduardo trató de responder su llamada a duras penas, no se podía escuchar nada por los constantes ruidos del conductor que no paraba de hablar con la operadora, una mujer de voz sospechosa. El volumen del radio estaba muy alto y el económico celular de Juan Eduardo no contaba con altavoz. Juan Eduardo maldijo haber tomado ese carro.
—¿Señor, puede bajar el volumen? Tengo una llamada—le dijo Juan Eduardo.
El pelado lo miró por el espejo, hizo un gesto indiferente. Tosió y le respondió:
—Compadre, toma otro carrito.
Juan Eduardo canceló la llamada. Esa tarde pensó que no podría hablar con Solange. A Solange la había conocido gracias a la complicidad de su primo Marco Antonio, famoso por sus constantes salidas a sitios nocturnos, campamentos, fogatas y demás. No era un vago, pero sí era un primo de cuidado. Una noche, en un campamento en Pacasmayo, le había presentado a Solange. Esa noche hablaron de cosas divertidas, sin importancia, pero que eran buen motivo para reír y pasarla bien, como se tienen que pasar las fogatas. Y entre bromas, chacota y unos cuantos chistes y situaciones exageradas y posiblemente inventadas, la conoció. Era una chica simpática, no era tan alta, pero tampoco baja, tenía los ojos claros y los labios provocativos; además compartían el mismo gusto por cantar en el karaoke. Desde ese día de la fogata, en que terminaron dándose un beso breve, Juan Eduardo no había podido dejar de pensar en ella. Hasta el día de hoy, cuando ella lo esperaba para hacer el show infantil. Ahora ella era una linda animadora de fiestas infantiles, que cualquier niño gustaría tener en su cumpleaños. Juan Eduardo era, desde hoy, su flamante acompañante y su mejor amigo.
Bajó del taxi y sacó su celular. Marcó el número de Solange, esperó un momento hasta que el mensaje misio diera su efecto. No pasó ni dos minutos y ella le respondió. Tenía la voz distinta, se le notaba preocupada, pensando que ya no vendría, que faltaría a su primer día de animador y ella tendría que convencer a su amigo Marcelo D´Anglés para que se ponga el disfraz.
—Juancho, pensé que no llegabas. ¿Qué te pasó, amigo?
—Pucha, Solange. Sí supieras…pucha, mira, lo que pasa es que este tiazo del carro resultó una basura. No ha bajado su volumen y se la pasó hablando por radio. No te he podido responder, sorry.
—Normal, Juancho. Yo sabía que llegarías—mintió—. Ahora sí, apúrate que tienes que ponerte el disfraz.
—Solo una cosita, no me digas Juancho, porque me parece horrible que me digas así. Parece como si fuera el nombre de un muñeco tonto o algo así. Dime “amor” o “Juan Eduardo”. —mientras decía esto, abría la mochila y miraba su disfraz de “Nemo”.
—Ya, tontito. No te pases. Yo te digo como quiera, ¿ya? No me discutas porque yo soy tu jefa—le dijo esto con una sonrisa pícara.
—Ya estoy en la puerta.
—Ahora estoy ahí. No demoro en salir—respondió Solange.
Esperó un momento parado frente a una casa grande. De fachada bien cuidada y cerco eléctrico. Un jardinero seguía trabajando en los decorados del jardín. Era una familia de dinero. Pensó: he llegado a “la gran manzana”. El jardinero seguía impasible. Un decorador bastante cabreado pasó y lo saludó mientras hacía las indicaciones para los últimos retoques del decorado. Mientras que por la otra puerta una señora muy gorda dirigía magistralmente los carritos con los bocaditos que había sido hechos por el chino Andy, un conocido pastelero de la ciudad. Después de presenciar la llegada de unos cuantos invitados y seguir viendo a los encargados de hacer que la fiesta quede perfecta, por fin, apareció Solange. Estaba sonriente, tenía estrellitas brillantes en la cara.
Solange y Juan Eduardo se fueron al cuarto que les habían preparado. Juan Eduardo se acercó a Solange y la tomó de la cintura. Estaba demasiado cerca de ella. Sintió su perfume, olía tan rico como la primera vez que la conoció. Pensó: algún día le preguntaré qué perfume usa. Quiso darle un beso pero Solange le dijo que no. Que podrían entrar los padres del niño, o el niño, y verlos besándose. Que se espere. Y sonrió como una niña encantadoramente mala. Juan Eduardo empezó a cambiarse, en unos minutos estaba puesto el disfraz de Nemo. Cuando Solange regresó maquillada y con su vestuario que le quedaba súper ceñido tomó de la mano a Juan Eduardo y le dijo:
—Juancho, los niños nos esperan.
—Espera, espera un toque, flaca. No estarás pensando salir así. Esa falda está súper pequeña. Los niños de ahora no son los niños de mis tiempos.
—Oye, ya deja de decir esas cosas. Los niños no se fijarán en esas cosas que tú, en tu mañosería, estás pensando.
—Solange, te diré que si no son los niños, pues, serán los padres. Pero de que te van a mirar con deseo y los vas a dejar con las ganas, te lo puedo asegurar.
Solange se rió. Le dio un beso en la cara a Juan Eduardo y salió vestida con la falda provocativa. Ese día los niños tuvieron malos pensamientos. Y los papás nunca se mostraron más entusiastas para los juegos y hasta se atrevieron a lanzar silbidos a la linda animadora. Toda la fiesta se bailó al ritmo del reggaetón y una serie de pasos demasiado sugerentes. De pronto la pista de baile era lo más cercano a las noches en “El nirvana” o “Mekano”. Juan Eduardo se sintió un poco pasado de años. Siguió bailando al ritmo de “Tito el bambino” “La secta” “Rakin y algún otro”, y una serie de nombres que él no conocía pero que los niños pedían fervorosamente. Solange bailaba bien. El nunca podría bailar tan bien como Solange. Así que era feliz viendo los pasos que solo ella podía hacer en la pista. Así pasó la fiesta, entre dulces, juegos, baile y muchas miradas y piropos de los padres que siempre recordarían con emoción ese día del cumpleaños.
El traje de Nemo ahora estaba nuevamente en la mochila, una mochila Reef, gastada por el paso del tiempo, pero que a pesar de eso conservaba una buena presencia. Ahora ya no albergaba libros y copias; ahora albergaba el disfraz que un día, en su afán de experimentar cosas, había encontrado.
Los dos se despidieron, recibieron el dinero por su trabajo, el niño del cumpleaños quedó feliz de haberlos tenido en su fiesta como animadores. Una felicidad solo comparable a la de su padre, Manuel Rengifo, dueño de una empresa de transporte llamada “Ícaro” y poseedor de una cadena de hoteles en San Isidro y Miraflores. No dudó en decirle a Solange que venga cuando quiera, pues siempre es buen motivo para celebrar una fecha especial. Quiso agregar algo más pero Doña Bárbara, su esposa, se lo impidió. Y con una sonrisa impostada fue cerrando la puerta lentamente. Juan y Solange salieron riéndose de la casa de la familia Rengifo. Se fueron caminando sin importarles a dónde. Sin darse cuenta resultaron tomados de la mano. Y avanzaron por “la gran manzana” hasta terminar tomando un helado en “Ravello´s”. Juan Eduardo miró a Solange, tan linda, tomando su helado, y deseó que le diera un beso con sabor a fresa. Miró a Solange y le dijo:
—¿Te gustaría ser mi novia?
—No. Jamás seré tu novia, porque no vamos a casarnos. Seré tu enamorada, Juancho.
Ambos rieron. Juan Eduardo y Solange terminaron el helado y sin pensarlo dos veces tomaron el primer taxi que apareció. Nuevamente había subido al carro del pelado. El pelado miró por el espejo a Juan Eduardo, le hizo un guiño de complicidad mientras cambiaba de emisora. En el taxi sonaban las canciones de ritmo romántica.


Cuando Juan Eduardo llegó a su casa. Saludó a su mamá, le dijo que había pasado un día espectacular. Que le fue de maravilla, no precisamente por el cumpleaños. Y que se sentía muy pero muy ligero. Muy feliz. Su madre le preguntó por su disfraz. Juan Eduardo se quedó helado. Lo había olvidado en “Ravello´s”, donde tomó los helados con Solange. Fue corriendo hasta el cuarto de su papá, tomó el celular y marcó el número de Solange.
Escuchó una, dos, tres timbradas. Una voz indiferente le indicó que dejara el mensaje de voz. Tomó aire y dijo: “Solange, sabes…olvidé la mochila con el disfraz”. Ya la fregué…qué haremos mañana. No se le ocurrió nada más. Dejó ese mensaje y se fue a tratar de dormir, lo cual logró con facilidad—gracias al día agitado—. Despertó sintiendo que algo vibraba en el bolsillo de su pantalón. Tomó su celular y con la voz aun dormida contestó:
—Solange, qué haremos mañana.
Se hizo un silencio…después de unos segundos, que le parecieron eternos, escuchó la voz juguetona y cómplice de Solange que le decía:
—Mañana buscaremos a Nemo, mi amor. Duérmete y que sueñes cosas bonitas, o sea, conmigo obviamente. Yo tengo un osito en mi cama y sabes, le he puesto tu nombre.
—No te creo, mentirosa.
—Sí, en serio, mi amor. Mi osito se llama como tú. Ja, ja. Y ahora sí, tengo que dormir porque mañana tenemos cumpleaños.
—Contigo, todos los días es mi cumpleaños.
—Pues, entonces tienes tres deseos…
—No quiero tres, quiero solo uno.
—¿Y cuál será ese deseo, si se puede saber?
—Qué seas siempre mi chica.
—Concedido. Tú deseo se ha cumplido.
—Que duermas bien, amor —le dijo Solange despidiéndose, y abrazando a su osito.
—Un beso, donde más te guste.


Ambos rieron mucho, y siguieron diciéndose cosas en la complicidad de la noche, con la luz apagada; hasta que se terminó el crédito de Solange. Era de madrugada cuando eso pasó.Juan Eduardo apagó su celular. No le importó si al otro día encontraría o no el disfraz. Estaba feliz porque tenía la seguridad que había encontrado a una gran chica, Solange.




H.R.

Recuerdos inventados


Viernes, once y media de la mañana. No sé con exactitud que estoy haciendo nuevamente frente a la computadora, cuando en realidad lo que debería es es-tar estudiando para un examen parcial de relativa importancia. No sé nada, y si lo supiera, que no es algo habitual en mí, no me importaría mucho. Igual estaría sentado escribiendo algunas cosas que luego no leeré y seguramente olvidaré en unas semanas. Ahora tengo ganas de escribir, especialmente porque no sé el tema, ni que decir. Me pongo cómodo, tomo un poco de aire, me quedo en silencio un rato… y no se me ocurre nada, entonces tengo la sutil idea de escribir algunos recuerdos de mi vida—que supongo a nadie más que a mí le importarán—y me dejo llevar, trato de recordar algunas cosas, pero no se me viene nada a la mente. El recuerdo de buenos o malos momentos me es esquivo. En todo caso, esos recuerdos no quieren que los traiga al presente para hacerlos públicos. Yo comprendo que no quieran, porque no me gusta hablar de mi vida privada; pero escribirla cambiando algunas cosas, que no sé si realmente podrán ser cambiadas, es distinto. Llego a la conclusión que tendré que recordar ciertas cosas, cambiando algunos detalles. Y eso es lo que estoy haciendo ahora. Porque no los recuerdo, o porque prefiero no recordarlos con veracidad. Me recuesto sobre la silla y tomo un poco de agua mineral. Como no comprendo nada de lo que voy a hacer, me rió, y me seguiría riendo de no ser porque, Nadia, mi vecina, me observa desde su ventana. Sé que tengo que empezar a recordar y escribir aquello que pensé que había olvidado.

Lo primero que recordé


Desperté muy temprano y me alisté para ir a mis primeras clases. Había lustrado con esmero mis zapatos, que se veían relucientes, y tenía puesto mi mandil azul con rojo, que tanto me gustaba. Mi madre me había preparado una lonchera espectacular, todo tipo de golosinas y cosas que jamás se deberían poner, por un momento pensé que me dirigía a un cumpleaños. “Para que invites a tus amigos”, me dijo, yo no pensaba compartir nada de eso con nadie. Me acerqué a mi padre que me felicitó por despertarme temprano—cosa que no ha sucedido en estos últimos tiempos—, y después de hacerme la prueba de reconocimiento de mi mano derecha e izquierda, que aprendí fácilmente y sin verme obligado a ponerme una cadenita roja para saber la mano correcta, me fui. Pero antes de verme partir me dijo que espere, y secretamente me puso una moneda en el maletín. Me dio cinco soles. En ese momento sentí que era muy rico, tenía mucho dinero para gastarlo en lo que quiera. Con mi pequeña fortuna, podía comprar muchos helados, muchas figuritas o cosas que ahí vendían en la puerta de ingreso. Estaba feliz de poder gastarlo en cosas que no necesitaba, pero que siempre era bueno tenerlas—hasta ahora compro cosas que no necesito y luego sé que eso no me hace feliz, y las dejo por ahí olvidadas o las regalo—. Sabía con seguridad que al otro día, si me portaba bien, secretamente mi padre me volvería a dar la propina.
Mi padre, un hombre serio, amable, inteligente y razonable, con habilidades que yo no he podido o no he querido heredar, o no las he advertido todavía; que desde pequeño he admirado en silencio—y algún día se lo diré, pero admirarlo secretamente me parece una manera muy noble de quererlo—, que difícilmente habla grosería alguna, y tiene buen gusto para leer pacientemente los diarios dominicales y no seguir los campeonatos de fútbol, que no le interesan o si le interesan, le importan casi lo mismo que mis escritos. Mi padre siempre ha querido lo mejor para mí—aunque yo no lo haya entendido de esa forma—, y un día me haya dejado de dar esa propina que me hacía tan feliz en mi infancia, cuando lo veía mucho más alto que yo y me emocionaba tanto en las noches cuando llegaba del trabajo, me ponía su casco y sus zapatos de goma, y por un efímero momento me sentía un ingeniero, sin saber exactamente que era, pero me creía ingeniero en todo caso.
Pasé mis primero años en un Jardín que siempre fue una buena excusa para despertar temprano, cruzar dos parques y sentir el olor especial que solo las plantas bien cuidadas le daban a uno la certeza de saber que está a punto de llegar a su jardín, mientras el aire frio jugaba en mi rostro. De amplios parques, zonas muy bien cuidadas y juegos por todos lados, era un pequeño paraíso donde podíamos hacer lo que se nos ocurría, donde la mitad de la semana nos pasábamos recorriendo y descubriendo nuevos lugares, nuevos animales que ahí vivían y logrando a esa edad mis primeros amigos. Sin prejuicios, ni diferencias—que ahora me cuestan tanto, porque sospecho que puedo ser mala gente, sin querer—, Todos vestidos con mandiles o buzos azules, bien peinados, y siempre con una sonrisa para las monjas que eran tan estrictas, y siempre querían que estemos sonriendo; a esa edad con seguridad todas nuestras sonrisas fueron de verdad. —Y lo sé, porque lo sé.
Recuerdo cuando rompí accidentalmente el estetoscopio de un médico, que era el padre de uno de mis compañeros. Fue mientras salió para conversar con la directora, nos acercamos con curiosidad, mi amigo Luis Zaplana se puso el aparato y empezó a jugar, así pasamos por turnos, hasta que tocó el mío, lo sujeté mal, y se me calló para golpear duro contra el piso y malograrse. Al regresar el médico no supo que decir, buscó al culpable con la mirada, cuando me miró sentí como si me estuviera pasando un radiografía a la conciencia, no dije nada, pero supe que me había descubierto. Ese día no tuvimos recreo, tampoco al siguiente día. Resistimos ese castigo absurdo con estoicismo, mientras nuestros padres se mostraron impasibles frente al abuso de quitarnos ese tiempo de valioso compartir y descubrir. Lo mejor de todo fue que nunca nadie me delató, y solo se nos entregó una ficha pequeña con un mensaje breve, nunca le dimos importancia—en ese tiempo todavía no sabíamos leer, por tanto paseo, por tanta pereza de las monjas, o porque no era necesario saber leer a esa edad.
Muchos años después asistí a una consulta, en un hospital cercano al Jardín, y reco-nocí al médico. Ese día supe que la consulta me costaría más de lo normal, y por precaución no tomaría las medicinas de la receta. El médico tenía un estetoscopio en su mesa. Salió un momento a conversar con el director del hospital. Mis ojos brillaron nuevamente, como hace muchos años. Sonreí.
Fue divertido cuando en nuestros muchos paseos de descubrimiento, encontramos a una tortuga que no podía escapar de nuestras primeras travesuras y amor por los animales— especialmente de aquellos que no podían huir de nosotros y eran capturados fácilmente, sin esfuerzo alguno—, Y resignada se escondía en su caparazón y se entregaba al dulce y reparador descanso. Dormía tranquilamente mientras hacíamos todo tipo de combinaciones de colores en su caparazón, que era en verdad enorme, tendría todos los años que pueda llegar a tener una tortura de vida sosegada y sin preocupaciones. Hasta que nos pillaron y en complicidad con el jardinero tuvimos que esconderla en el otro jardín. Y la pobre demoró como dos días en poder llegar nuevamente a su lugar, para descansar tran-quila, y libre de nosotros, y poder entregarse al placer más grande y gratificante que es dormir. A lo lejos, desde nuestro salón de lunas reflejantes podíamos ver el caparazón pintado con nuestros primeros dibujos. La tortuga nos miraba desafiante.
De chico me sabía todas las fechas cívicas importantes, y ese conocimiento que ahora es innecesario por la existencia de Google, o porque ya no lo recuerdo; por esos tiempos me hacía merecedor de decenas de estrellitas y felicitaciones. Sólo por contar hechos y cosas, que en realidad a ninguno de nosotros nos interesaban mucho más que esperar la hora del recreo. Pero que el solo hecho de contar “el sueño de San Martín” era un hecho memorable para las Madres, y para mí, que regresaba a casa con unos sellos de felicitación impresionantes en los cuadernos. Y el hecho de tener la mayor cantidad de sellos en el cuaderno, me hacía aprender un montón de fechas sin importancia. Pero de importancia vital, para conseguir los sellos y el reconocimiento, que no era necesario, en esos tiempos.
La chica que estaba a cargo de nosotros, era realmente guapa. Yo de alguna manera lo sabía, y ahora lo sé, pero mi corta edad me impedía poder demostrarlo. Y me contentaba con el hecho de que me dé besitos cuando me caía, o cuando me caía intencionadamente, y hacía una representación teatral muy aceptable. Se llamaba Camila, y sospecho que Camila si hubiera nacido en el año que nací o un par de años después, tendría que estar conmigo. Tendríamos que ser por lo menos amigos o “buenos amigos”, pero ella nació mucho antes, y tal vez así fue mejor, pues no hubiera tenido profesora más simpática que ella.
Ahora está casada con un señor de la F.A.P., que por esos tiempos era su enamorado; que le compraba muchos regalos y deliciosos dulces, que ella compartía con nosotros, espe-cialmente conmigo. —Gracias por los dulces señor de la F.A.P. No le volví a ver nunca más, pero recuerdo a su linda esposa dulcemente, cuando nos recibía a todos con un besito cómplice de nuestras travesuras y una sonrisa, que siempre me ponía cuando me caía y con sus manos tiernas me hacía callar. Y así aprendí que también los adultos pueden sonreír de verdad. Y confieso haber aprendido de usted ese gusto por hacer regalos que a veces son muy oportunos y necesarios.
No fui un alumno destacado, pero era realmente bueno en determinados temas, para las fechas, para pintar, contar historias y cuentos que ya no recuerdo, y para mirar tiernamente y poder sacar una sonrisa a la persona más seria. Para robar una mirada a la persona que quiero; y para poder estar feliz de escribir esto, aun sabiendo que un día lo olvidaré nuevamente—y tal vez para siempre—. Yo sospecho que fui un buen alumno, y aunque sea algo que no puedo probar, tengo la seguridad que era bueno, y por eso quería tanto a las monjas—a las madres, como les decíamos siempre—y a mi guapa profesora de ojos gitanos y sonrisa dulce.

Lo último que recordé


Una mañana antes de ir al colegio encontré el celular de mi padre. Era un aparato gigante, prácticamente un raspador de hielo; pero una cosa rara para esos tiempos. Me puse a jugar y hablar con personajes inventados, y amigos que no tenía; y de haberlos tenido, con seguridad no tendrían ese aparato. De casualidad entré a la agenda de contactos. Entre ellos encontré uno que me despertó interés. En la pantalla verde con letras grandes salía un número que decía: Alcalde. —Por esos tiempos este alcalde se había apoderado de la ciudad, y hacía construcciones que nadie quería, necesitaba, ni el mismo sabía con certeza si eran necesarias. Yo sabía que Trujillo tenía dos cosas eternas por esos tiempos: “la primavera y el alcalde”.
No esperé mucho, después de asegurarme de que nadie vendría, tomé el teléfono y me tapé con un cobertor para sentirme camuflado y poder hablar sin ser visto. Presioné el botón verde, y esperé. Una timbrada, dos, tres, pensé que sería imposible y no me respondería. De repente, una voz serena me contestó:
— ¿Cómo va todo, ingeniero?—me dijo.
—Mal, todo va muy mal. —le dije con voz impostada, conteniendo la risa.
— ¿Quién habla? —preguntó con sorpresa.
—Habla el alcalde escolar del colegio A.R. —mentí.
—¡Pues que gusto! Tengo una reunión que me espera, pero dime…
—Seré breve. No se preocupe. Solo quiero pedirle un cosa—no sabía exactamente lo que pediría, pero igual, siempre los mayores piden cosas que no necesitan—y le dije: quiero un parque bonito. Bien arreglado, para mi colegio.
—Pues eso es algo muy fácil. Tú sabes que mi gestión se caracteriza por poner bella esta ciudad, donde la primavera es eterna. —Pensé: pues usted también es eterno y sus camisas blancas también lo son. Pero no se lo dije, naturalmente.
—Bueno, entonces, pequeño amigo, así quedamos. Ya sé donde está tú colegio. Yo estudié ahí—mintió—y en esta semana mandaré ahí a mucha gente para que puedan poner lindo el lugar, para los niños. —volvió a mentir.
—Le agradezco, en nombre de todos los niños de mi cole. Y espero que pronto estén mejorando mi jardín.
—No lo dudes. Eso corre de mi cuenta, pequeñín. —Yo sonreí. Me gustó que me tratara así, con respeto; pero sin olvidar que soy un niño. Un niño pequeño.
—Nos vemos. Y saluda a tu papá.
Me sentí descubierto. Tiré la manta que me cubría. Yo sabía que ya no lo volvería a llamar. Y mi padre me regañaría por gastar su crédito de esa forma.
—Adiós, alcalde. Y no deje de usar esas camisas.
—Eso es porque representan la transparencia de mi gestión. Y me quedan bien. —rió, comprensiblemente, porque él sabía que era mentira.
—Cuídate—me dijo, y colgó.
Yo no quería que pongan lindo el lugar para los niños, pero sí quería que sea lindo para encontrarme con mi amiga Luciana, que tantas veces había pensado y planeado sin éxito darle un besito, de amigos, pero siempre su movilidad llegaba antes. Y me quedaba sentado en la banquita, esperando a mi movilidad, que siempre demoraba, para que me lleve a casa, en medio de unas chicas del P.S. que me parecían insoportables, pero a veces, muy simpáticas. Y reíamos mucho, mientras el señor Roldán, nos deleitaba con sus dotes de buen chofer, y a pedido de todos, soltaba por unos segundos el timón, y el carro zigzagueaba y pasaba uno a uno a los demás autos. Nos sentíamos felices. Y el se sentía feliz de poder hacernos reír tanto.
El parque de mi colegio nunca fue refaccionado. Nunca pusieron una pequeña plantita, nunca llegó ese camión a regar agua descontroladamente. Eso no pasó. Así comprendí, a mi corta edad, como funciona la política, me sentí decepcionado de ese señor. No lo volví a llamar; pero me gustó su trato tan bueno. Me gustó mucho su forma de mentir—que supongo he perfeccionado inconscientemente—. Mi padre nunca supo que había hablado con el alcalde.
Terminé mi primaria. Con el mismo parque de siempre. Comprando cientos de cosas que los ambulantes vendían con rapidez, a la espera que en el momento menos pensado aparezca la policía municipal y les decomise todas esas figuritas en las que gasté gran parte de mi dinero llenando cada álbum que salía, y que ahora se han perdido para siempre. Y solo el recuerdo me trae de vuelta esos momentos de alegría cuando conseguía la única figura difícil y tenía por fin el álbum lleno, listo para guardar como un tesoro —que he perdido con el paso del tiempo, cuando sin darme cuenta mis intereses ya no se reducían a buscar figuritas, ni goma para pegarlas.

En el mismo parque frente a mi colegio, estando en primer año de secundaria, ahora lucía con muchas flores, que no pedí, que ya no esperé encontrar, pero que estaban ahí, fir-mes, lindas, elegantes, que formaban un espacio más que interesante. Me atreví a darle un besito a Luciana, que no se negó. Y supongo no se negó porque ese día tenía puesta mi primera camisa blanca y le había dicho que me la regaló el alcalde.







Harold.

Secretos de un economista



Las amigas de mi chica, han quedado a estudiar juntas para rendir el examen final de un curso importante. Fiel a su estilo han dejado el estudio del mismo para último momento. Se reunirán en casa de Andrea, mi chica, donde siempre terminan hablando de asuntos que califican de “privados”. Pasan toda una madrugada hablando de ropa, música, novios, y si su ocio se extiende: terminan hablando de mí; así que prefiero no estar muy enterado de sus “temas de estudio” y me limito a desearles suerte en su examen. Cada fin de ciclo hacen las mismas reuniones. Hasta ahora les ha dado buen resultado. Me gusta su interés, su preocupación y responsabilidad para con el estudio, aunque este se limite a unas cuantas horas. Por eso las quiero: por ser tan estudiosas, a su modo.

Paola y Katita, mis mejores amigas. Siempre viven tomando agua mineral, comprando o haciéndome comprar ropa de moda, que luego dejan de usar porque dicen que ya no están de moda, o lo que es peor: que una de sus amigas ya tiene algo parecido. Yo las entiendo o trato de hacerlo. Si eso las hace felices: que se compren lo que quieran; igual con lo que sea se ven muy lindas. Soy feliz de que sean así: hermosamente frívolas para la ropa y solo para la ropa. Gran parte del año se la pasan asistiendo a Gimnasios de prestigio, a los que gran parte del año me niego a asistir. Limpiando mi cuarto, los domingos, siento que hago más ejercicio que todo un mes en el Gimnasio. Me conformo con ver a mis tres chicas con ropas ceñidas, yendo o viniendo del Gym que tanto las entusiasma. Yo me siento feliz comprando esas bebidas energéticas que luego tomo junto a ellas. Es una forma de decirles que también comparto su pasión por los ejercicios; aunque sospecho que tomar esa cantidad de sales minerales, sin necesitarlas, no me traerán nada bueno.


Por un momento quiero estudiar contagiado del ánimo de las chicas, pero puede más la pereza, el desgano consentido y termino por desistir de mi idea. Tiro los cuadernos a un lado de la cama, voy por un libro que me regaló Paola hace poco: “Pasajeros perdurables”. El libro no está por ningún lado, y claro, no está porque lo he prestado. Recuerdo las palabras que me dijo Andrea la última vez que peleamos. Dijo que soy un egoísta, que no presto mis libros. Pienso que tal vez no lo sea, porque precisamente éste, que tanto me gustó: lo he prestado. Y no me importa si no regresa a mí, porque tengo el recuerdo de las historias como si recién lo terminara de leer. Si no regresa a mi poder—lo cual deseo profundamente—espero que María, la chica a la que le presté-regalé el libro, haya podido leer uno de los relatos. Que por lo menos uno le haya gustado. Yo tengo la seguridad que lo ha leído. Incluso que le ha podido gustar. Es una amistad muy especial, porque nos conocemos tan poco, casi nada, y es suficiente para poder sentir con seguridad: que tengo una amiga. Una amiga, que lee mis relatos; una amiga que me ha regalado una sonrisa cuando había perdido la mía, una niña muy inteligente, con cualidades que me hubiera gustado tener; por eso la admiro, y la quiero —de una forma especial, como nunca podré querer a Andrea—. Le he prestado un libro y siento que se lo he debido regalar.


Los últimos meses mi vida se ha visto reducida a unas cuantas cosas que supongo me procuran una efímera felicidad y hacen mis días llevaderos. He decidido llevar una vida relajada, comprar cosas que no necesito, solo porque Andrea me ha dicho que me hacen falta, pero de no ser por ella, no gastaría mi dinero comprándolas porque siento que la ropa ya no me procura la felicidad de antes. Paso buena parte del día en casa, descansando, viendo películas, escuchando el programa de un escritor relativamente famoso o leyendo algún libro que ha recomendado este escritor de talento discutible. Los fines de semana han cambiado: las noches de salida se han visto reemplazadas por escribir relatos, y anécdotas que tal vez no me han pasado. Todo esto ha generado la justificada protesta de mi madre y hermana que dicen—y me gustaría pensar que es cierto, que tiene razón—: “que pierdo el tiempo escribiendo relatos, gasto la luz, y que soy un ocioso porque no hago nada por cambiar el estado de desorden persistente que tiene mi cuarto” —que nunca está sucio—. Todo eso lo justifico diciendo que me gusta la Literatura. Pasión que oculto en una mochila. Una mochila térmica que protege mis libros de las polillas que se los quieren comer. Todos los días tengo que sacarlos uno por uno, ponerlos sobre mi cama, contemplarlos un rato, y leer cualquiera de ellos—especialmente los de cuentos breves—. Todo eso me hace relativamente feliz; pero también una persona de vida predecible. Lo cual no soporto. No puedo ser el mismo de todos los días, motivo por el cual, actualizo mi perfil de Hi5, todas las semanas, porque siento que ya no me pertenece, que soy un impostor, que las cosas que ahí dicen sobre mí: son falsas. Paso una hora tratando de actualizar mi Hi5, y aprovecho para eliminar a la gente que me ha agregado, especialmente a las personas que me puedan conocer de algún lado o que me han presentado en alguna reunión.



Tengo que salir de esta vida rutinaria que voluntariamente he decidido seguir. De estas noches de constantes y largas digitaciones frente a la PC, las cuales paso escribiendo cosas que no vuelvo a leer, que posiblemente mis amigos no lean, y que me han prohibido imprimir porque la tinta está cara y no hay derecho a imprimir relatos, que según mi madre, han sido calificados de inoportunos, de cosas sin importancia. Su honestidad me ha motivado a escribir más. Me ha hecho saber que no seré nunca como ese escritor que admiro, porque es rico y famoso, que leo gratamente sin esperar aprender nada.


Camuflo los libros de mis escritores preferidos entre textos enormes y serios como son mis libros de Macroeconomía, Monetaria, Ingeniería económica y demás. Textos que siempre procuro conseguir “en versión fotocopia”, pues sus precios son acorde con su volumen; son libros grandes que siempre me han recordado que tengo que leerlos, estudiarlos, memorizarlos si es posible, para rendir exámenes que luego no tiene ninguna aplicación práctica, que me hacen sentir mentiroso, poco honesto. Me siento tentado a plagiar, porque plagiar es una especie de pequeña venganza ante esos exámenes elaborados tomando como base otros libros mucho más voluminosos y antiguos que los míos. Sé que tengo que leerlos, y aprender de ellos; pero trato de hacerlo con cuidado. Pienso que podría resultar peligroso aprenderlos de memoria sin tratar de contrastar esas teorías con la realidad.

Me encanta salir de compras con mi chica. Me gusta hacerle regalos, especialmente perfumes. Andrea me dice: “Lucio, estás gastando mucho dinero en ese perfume, no vale la pena pagar tanto. Luego dirán que soy una frívola e interesada.” Yo sonrió y le digo: “estamos dinamizando el consumo, Andreita”. La mujer que atiende en la perfumería me mira sonriente, luego le dice a Andrea: “tú novio es un buen economista” —yo le creo—. Extiendo mi mano en señal de gratitud y me dispongo a probar el siguiente perfume. Saco la billetera para pagar los perfumes que compramos. Andrea me mira molesta, sé que algo le incomoda. Pago rápido y salimos de la perfumería. Nos sentamos en una banquita y ella sigue seria. Le pregunto que tiene, que le pasa, si tal vez no le gustó que pagara un precio excesivo por el perfume. Me toma la mano y me dice, como solo ella sabe:

—Lucio, tienes que cambiar tu billetera: ¡está hecha una mierda! —me dice con una voz dulce. Me agrada mucho que me hable así. Con esa sinceridad brutal con la que una chica “bien” le tiene que hacer notar a su novio: que su billetera es un desastre.
—Está bien, Andrea, voy a cambiarla —le digo—, pero no ahora. Lo haré después. Recuerda que tenemos que regresar temprano a tu casa. Quedaste estudiar con Paola y Katita. No es bueno hacerlas esperar.
—¡Verdad, amor, tenemos que estar en casa! Las chicas ya no tardan en llegar.
—¡Pues vamos de una vez! Ya compramos el perfume “Pulso” y espero que Marco este contento con su regalo. No me gusta para nada el perfume que le escogiste. Mejor hubiera sido si le comprabas un perfume “Polo”.
—No digas eso, le gustará. Le gustará y se verá tan guapo, y olerá tan bien como Cristhian
—… ¿Dior? —le digo irónicamente.
—No. No como C. Dior; pero si como “El Zorro” —ambos reímos.
Entro a una tienda que anuncia descuentos fabulosos. Me gusta una remera Lacoste. En la etiqueta dice: “Hecho en Francia”. No soy tan tonto de creer que se hagan ahí. Una vendedora joven y simpática se acerca y me dice: “amigo, te puedo ayudar”. Le agradezco por el noble gesto de decirme amigo—sé que lo dice porque no me conoce—; le sonrío y le digo que compraré la remera de marca “alternativa” que es la mejor manera de decir que es una “copia barata”. También compro unos zapatos que dan la impresión que no requieren ser lustrados nunca más, pues brillan de forma espectacular. Le digo a la vendedora que si me hace el descuento llevo todo sin probármelo. La chica accede y rápidamente hacemos la transacción. Pago con efectivo y me niego a suscribirme a cualquiera de los beneficios que me puedan dar las tarjetas que me ofrece. Me despido y le digo: “Soy un economista alternativo”. Me queda mirando como una despistada. Andrea me hace gestos desde fuera de la tienda para que me apure—no gusta entrar a ver como compro “2 X 1”, ni nada con liquidaciones—. Entra a la tienda y me hace salir lo más pronto de ahí.

—¿Te gusta mi remera?—le digo, mientras le tomo la mano, pequeña y artística. Y salimos riéndonos de la tienda. Ella con los perfumes, yo con una remera Lacoste (alternativa) que he comprado solo porque tenía un descuento del 65%, pero que no me gusta, y unos zapatos de marca innoble. Siento que debo conservar mi gusto por no usar zapatos de marca, si no aquellos que están en liquidación.

La dejo en su casa. Me dice que la llame en la noche para confirmar si saldremos a casa de Juliana, para ver los cuadros que le ha enviado su hermano desde Milán. Le digo que sí, que me interesan mucho esos cuadros, y que la llamaré en cuanto termine de hacer unos trabajos de la Universidad. Me abraza y nos despedimos. Regreso a casa con las cosas que he comprado. Mi perro me ladra compulsivamente, el olor de los zapatos lo confunden, como me confunden a mí. No me siento cómodo. Se ve mal usarlos con media deportiva. Llamo a Andrea y le digo que ahora necesitaré calcetines nuevos, que no pensé en ellos por la emoción de las liquidaciones. Me dice que no puede acompañarme a comprarlos, que compre unas medias de marca “Bugatti” o “Bulgarí”…algo así y se despide con un beso sonoro por el teléfono. Me despido de ella y regreso a la tienda para comprar las medias.

Llego y compro media docena de medias, todas de una marca italiana, que pienso usar frecuentemente para justificar el precio importado que me han cobrado, y como soy malo para regatear precios, termino por creer las bondades de todo lo que los vendedores me garantizan que poseen sus productos: en este caso algo tan simple como un par de medias. Siento que tengo que comprar algo más para justificar el Taxi hasta el lugar.

Entro a la SBS y compro un libro para llevarle de regalo a Paola y Katita. Ya no tengo mucho dinero después de comprar las medias importadas. Quiero comprarles libros a mis amigas, pero solo tengo suficiente para comprar uno. —Les compraré uno que ambas puedan leer—pienso—.Me divierto pensando si Paola, que es una lectora compulsiva, permitirá que katita sea la primera en leerlo, o si terminarán por regalarlo a alguna amiga para evitar los problemas. No sé que pasará, y por eso lo compro. Les compro el libro: los hombres que no amaban a las mujeres. Me parece un título divertido, que va con sus conversaciones de hombres —que hacen de forma privada en sus muchas reuniones de estudio—.Compro el libro y le hago una dedicatoria sencilla: “Paola y katita, gracias por no leer mis escritos. Por eso las quiero tanto”.

De regreso a casa me pongo a pensar en las buenas compras que hice y me siento bien al ver que tengo medias para un par de meses. Estoy feliz. No tendré que preocuparme en adelante por que medias ponerme, pues todas las escogí de colores muy parecidos a los de mis zapatos de liquidación, que orgullosamente luciré hasta que la vida con su habitual dureza me demuestre que no siempre es bueno comprar en liquidación, y tenga que verme obligado a comprar otros. Por ahora todo esta bien. No tengo porque pensar que debería de ponerme otros zapatos que no sean los que ahora tengo. Se ven nuevos, limpios y relucientes—algo que no me gusta mucho, porque prefiero mis zapatos todo terreno CAT—pero bueno: siempre es bueno cambiar, y que mejor que empezar este cambio por los zapatos. Siento que me empiezan a gustar. Me voy a caminar un rato por la ciudad, para que se familiaricen con las calles que recorro.

Llego a casa de Katita y Paola, que viven en un moderno departamento. Me hacen pasar. Me invitan unos postres riquísimos que siempre tienen en la refrigeradora. Me dicen que las espere un rato mientras se alistan. Paola me dice que prenda la TV, lea la revista ¡Hola!, o que entre un rato al MSN. Agradezco haciendo un corazón con las manos, lo cual le agrada mucho, ella hace lo mismo y sube a su cuarto. Hago lo más fácil: prendo la TV y me dejo caer en el sofá.


Mientras estoy seleccionado los canales—que no son pocos—Katita se me acerca con unos chocolates en forma de “piezas de ajedrez”, un caballo exactamente, y me dice:
—Lo terminé de preparar. ¡Pruébalo, está buenazo! —lo cual hago de inmediato.
—Sí, están buenos. Tienes talento para los dulces, me encantan, kata, ya me contarás tu secreto. Vamos, no seas así, dime… ¿qué les pones?
Kata, no demores. Apúrate porque tenemos que salir—le grita Paola desde su cuarto. Por el tono de voz, se le nota apurada.
—Ya voy, Pao, solo dame un minuto—le responde Kata, mientras se me acerca, y puedo oler su cabello, que huele a aromas exóticas.
—¿Me dirás como haces los chocolates? —le digo buscando su mirada.
—Lucio, ahora te digo cual es el secreto, para que me queden tan ricos— mientras dice esto se sienta sobre mis piernas. Y pone todo ese cuerpecito trabajado en meses de Gym sobre mí. El sentir su cuerpo sobre el mío. Su cara cerca de la mía, el olor de su cabello; sentirla tan cerca, tan mía, me desconcierta. No sé que hacer. No esperaba que haga eso, no siendo amiga de Andrea.
—Los hago pensando en ti. Por eso salen tan ricos—me dice al oído, con voz tierna. Como la niña mala que es. Usando la misma voz que usó para convencerme que Andrea estaba enamorada de mí.

—¿Te gustó el secreto? —me dijo.
—Nunca lo olvides. Porque no saldrían tan ricos. Te prometo que cuando esté escribiendo algo lindo, pensaré en ti. Aunque tu nombre sea otro, la inspiración serás tú.
—Te quiero, amigo. Gracias, si haces eso me encantaría leerlo.
—Pues…entonces me encantaría escribirlo, Katita.
Sentí que la situación se me estaba escapando de las manos—o de las piernas exactamente—estaba sintiendo un gusto extraño, un deseo que no era precisamente por el chocolate, ni por jugar ajedrez. Miré cándidamente a Katita y le dije:
Katita, mira…otro día regreso para conversar. Sabes, tengo que ir a ver a Andrea. Tú estás haciendo esperar demasiado a Paola. —mientras mis instintos naturales dirigen mis manos hacia abajo, tocan lentamente sus caderas, y ella no se opone. Me sigue mirando fijamente. Tiene unos senos hermosos que no duda en rozar contra mi pecho…y luego no se me ocurre nada. Trato de no hacer nada. Deseo que Paola no baje por las escaleras, no por ahora.
Katita, recuerda tu examen. Tienes que estudiar…yo no debería distraerte, tu entiendes. Andrea… les está esperando en su casa.
—Pues, no te preocupes, amigote querido, ya sabremos como estudiar bien para pasar ese cursillo. Recuerda el secreto. Ja, ja. —y mientras dice esto, se menea lentamente sobre mis piernas. Me siento muy excitado, me gusta que haga eso…mi silencio le indica que puede hacerlo. Katita me abraza y coloca su cabeza en mi hombro para decirme que le gusta estar conmigo, luego se aleja un poco de mí, lo cual deja ver sus hermosos senos que se muestran muy provocativos.
Katita me mira con una sonrisa fácil, lentamente resbala por mis piernas mientras me deja un besito como efímero recuerdo. Me siento muy “emocionado” nunca antes me había hecho algo así. La seguí mirando mientras subía por la escalera. Unas curvas perfectas, delgadita, de cuerpo estilizado, perfecta para cualquier chico que no esté comprometido. —Si no estuviera con Andrea: tal vez me gustaría ser su novio, pues es una linda chica.

Sigo mirando el partido Brasil vs Italia. Kaká, es un fenómeno, pone pases perfectos, hace unos piques impresionantes dejando atrás a sus rivales. ¡Que partido! Pienso como no está mi primo Alex para que juntos gritemos los goles que uno a uno le viene propinando a la selección italiana. Es el medio tiempo. Brasil gana tres contra cero. Apago el TV, cuando en esos precisos momentos, bajan las dos amigas—mis mejores amigas—Paola y Katita. Ambas con ropa pequeña, totalmente ceñida, marcándoles todo lo que me hubiera gustado imaginar. Me encanta verlas así—el deporte que ellas quieran será el que yo elija como mi favorito—pienso—. Las sigo mirando mientras acomodan sus cosas para salir a casa de Andrea.

Recuerdo que les he comprado un regalo en la SBS, casi se me olvida dárselo. Si olvidaba darles el regalo luego me hubiera desanimado y me lo hubiera quedado. Era la oportunidad de hacerlo efectivo, y ellas mejor que nadie, se lo merecen. Se merecen ese regalo y todos los que les pueda comprar. Tomo el regalo, y les digo:
—¡Chicas, un momento. Les he comprado un regalito!
—Que chévere, me encanta que me hagan regalos. ¿Qué nos compraste, amigo? —me preguntan a dúo.
—Eh, pues…no es exactamente uno para cada una. Como las quiero por igual: compré un solo regalo.
—Aquí está. Es un libro que se me ocurrió comprarles en la librería.
—Cuando no, tú y tus regalos que siempre son libros—me dijo Paola.
—Ya, aquí está. Este libro les gustará más que a mí. —y pienso que no debí gastar todo el dinero en las medias, y debí comprar otro libro.
—¿Los hombres que no amaban a las mujeres?...¿eran algo cabreados esos chicos o qué?— se rieron de esa forma tan linda como me gusta. Sin impostar la risa, siendo ellas mismas. Fue el mejor cumplido, su forma de decirme: gracias, nos encantó.
—Pues, no lo sé. Espero que sí. Yo amo a las mujeres. En realidad amo solo a tres mujeres: a mi novia Andrea, y a ustedes dos.
—Pues yo pienso que no. Tú nos quieres más a nosotras que a tu noviecita. —me dijo Katita mientras jugaba con su cabello, castaño, que van muy bien con el color de sus ojos. Como una puesta de sol, o mejor que un atardecer pintado infinitamente en el romanticismo.
—Gracias, querido, lo leeremos. Y si no nos gusta, lo pondremos junto con tus escritos que siempre imprimimos para regalarlos a nuestras amigas del Gym.
—Bueno chicas, ahora sí tenemos que irnos. —les dije con seriedad. Con una seriedad impostada, falsa, que jamás podré mantener ante ellas. Por su forma de mirar, por ser quienes son; por todos esos pequeños detalles que me hacen ser el amigo dispendioso que hace todos sus gustos. Y así es mejor.
Se acercaron a mí y me agradecieron cada una con un besito, salvo Katita, porque el suyo no fue un besito como los de siempre: fue un besito que me decía algo más. Cada vez me sentía más tentado a cometer una tontería. No podría hacerlo. No tenía la valentía para serle infiel a Andrea. Pero Katita, está demasiado provocativa y guapa. Cualquier chico de mi edad—comprometido o no— desearía hacer algo con ella. Y eso estaría justificado en el amor. Porque en todo caso, lo que he pensado hacer: es con amor; pues de otra forma no lo haría. Andrea, no podría enterarse de nada. No debería. Se haría daño al saber que también puedo amar a su amiga. Es una situación que debo resolver con rapidez y cuidado. No puedo ser amigo de alguien que me desea de otra forma. La estoy empezando a ver de forma distinta, con otros ojos. Tal vez sea la gran oportunidad que no debo dejar pasar, y mientras Katita me quiera, tendré que quererla como se merece: de la forma que ella más quiera.

—Yo también tengo un secreto, katita—le dije mirándola frívolamente. Mientras su mano tomó la mía por unos instantes, pero ante la mirada de Paola, sutilmente la solté.
—Pues, no me lo digas, no ves que es un secreto. ¡Apúrate porque llegaremos tarde! —me dijo irónicamente.
—Claro, claro. Se nos hace tarde, chicas, vamos de una vez.

Tomé otro chocolate en forma de alfil. En el auto, mientras lo saboreaba, pensaba como sería besar a Katita. —“ven Katita, te necesito, dame un beso” —pensé—. Guardé silencio y seguí comiendo lentamente el alfil de chocolate, mientras Paola—que viaja siempre adelante— hablaba de cuadros de Arte abstracto, Salvador Dalí, Los Puntillistas, Impresionismo, noches estrelladas, puestas de sol, jirafas en fuego, persistencia de la memoria, etc. Yo asentía a todo lo que ella decía. Si decía que era un cuadro malo: para mí era malísimo. Si decía que “el gran masturbador” es un cuadro que la hizo llorar al verlo, yo decía que hasta ahora tengo ese sentimiento cada vez que lo veo. Esa corriente surrealista que tanto ama me gustó desde siempre. Y que si algún día tenía un hijo le pondría: Salvador. Ella se sentía feliz. Me decía que era un chico muy inteligente, muy culto. Realmente me sentía bien al saber que decir esas cosas podía poner tan feliz a mi amiga Paola—que un día con todo el entusiasmo que tiene me enseño sobre Salvador Dalí—. Así comprendí que lo que me estaba pasando era algo “surrealistamente interesante”.



Katita se había concentrado en enviar mensajes de texto a Andrea, diciéndole que nos espere, que en unos minutos estaríamos en su casa. Tenía la mirada en su Mp4, y miraba los videos de U2. En una curva terminamos demasiado juntos. Ella se recostó en mí. Sentí su cuerpo frágil, su calor, toqué su cabello bien cuidado, deslicé mis dedos por su cuello. …ella no dijo nada. Cogió mi mano y la llevó lentamente hacia su pecho. Por unos instantes pude acariciar sus senos, pero no duro mucho, otra curva rápida nos separó. Cuando quise intentar un nuevo acercamiento el auto paró de golpe. Habíamos llegado.

Bajaron y se dirigieron a la puerta de la casa, donde las recibió Andrea. Yo preferí quedarme un rato más en el taxi, pensando en lo que había pasado. Esperando que esta sensación se me pasara. —Supongo que se me pasará pronto, es solo una broma de Katita—me dije—. No fue una broma. Deseaba estar con Katita. Tenerla cerca de mí, sentir su cuerpo, sus manos pequeñas, besar esos labios carnosos, y tocar esos pechos firmes y tan bien formados que tiene. Mientras pensaba en todo lo que haría con ella, el taxista me preguntó: “¿te pasa algo, amigo?”. Le dije: “no, no es nada…bueno, sabes, la chica que ha venido sentada conmigo me gusta”. Me miró con aire paternalista, y me dijo: “no la jodas, tu flaquita esta más rica que la que dices”. “¿Cómo dice?” —le increpé—. “No, flaco, digo…que tu flaquita es simpática, que no deberías de engañarla con esa otra chica que está bien rica”. “¿total?, si no es una…es la otra. Que pasa con usted. Mejor le cancelo la carrera y que tenga buenas noches”. “ya, flaco, pero eso si te digo, no la jodas a la flaquita”. Me dijo: “no es una, ni dos, ni tres…sino tres, las veces que veo estos casos”. Y cerró la puerta del auto mientras gritó: “Dalí, puto cabrón, quién carajo será Dalí, y toda esa mierda que han venido hablando. Me han jodido el cerebro. Y te diré que esa que te agarraste en el camino es una fox”. Terminó de decir esto y aceleró furioso.

Ambas, es verdad, son bien guapas. Pero jamás podría compararlas. Son amores distintos. No sería justo decir que una es mejor que otra. Yo las quiero a las dos. Pero amo a Andrea, lo cual hace la diferencia con ellas. —entraré, saludaré y me despediré de las chicas hasta otro día—me dije—. No pude hacerlo. Al entrar me vi tentado a quedarme. Las chicas estudiaban en su cuarto. La casa tenía una biblioteca, pero ellas preferían estudiar en el cuarto. Siempre he pensado que el cuarto es mejor que la biblioteca para hablar de cosas que son privadas.

Entramos a la casa, Andrea me abrazó, y se quedó conmigo en la sala, prendí el TV para ver un rato la CNN, pero mejor la apagué. No quería informarme de nada que tenga que ver con cosas serias. No quería saber nada que tenga que ver con mi carrera. Siento que si veo ese canal es como seguir estudiando mi carrera. Andrea, siempre tan linda, estaba magnífica, con una ropa no tan ceñida como la de Katita y Paola, pero que hacía notar lo afortunado que soy de tener a una chica tan linda y deseada como ella: “mi chica”. Me acerqué y la abracé, me senté en el sofá y la cargué, sus muslos me recordaron la misma sensación que sentí cuando tenía sobre mis piernas a Katita. Le miré a los ojos y le besé el cuello, y luego la boquita, en un juego de seducción con su lengua que terminó por atrapar a la mía. Le conté que Katita hacía unas figuras de chocolate espectaculares, y que uno de estos días le pediré que nos prepare unos especialmente para nosotros.

—¡Andrea, ven te necesitamos! Tenemos una duda—le gritaron desde el cuarto.
—¡Ya voy chicas!. ¡Vean su correo en la computadora, ahora subo!
—Ya, pero me traes algo para tomar. De preferencia algo helado—le dijo Katita. Que siempre tiene que estar tomando bebidas heladas. Hasta en invierno, lo cual me sorprende.
—Ya nos vemos amor. Te cuidas mucho. Ya no estés escribiendo cosas que luego mandas a tus amigos de la universidad, que vergüenza, que pensarán. No uses mi nombre, ni el de mis amigas en tus escritos. Estudia porque no quiero que te trasnoches al fin de ciclo y luego tener que verte con esas ojeras, que si no fuera por mi amiga Paolita, siempre con sus retoques y cremas, no te hubiéramos podido disimular.
—Ya, te prometo que lo haré. Sabes, he estado pensado y ahora estoy seguro que cada día te quiero más. Cada día te conozco un poquito más y sé que tú eres la única persona que me conoce bien. Que sabe como soy; aunque todos los demás digan que me conocen, y que soy muy buena gente, tú sabes de mis errores. Y por eso te quiero. Por eso estoy feliz de ser tu enamorado. Que estudies y te vaya bien, Andrea.
—…no sé que decirte. Eres lindo. Me haces muy feliz, te lo digo en serio.
Me detuve en el umbral de la puerta. Andrea tenía una pantaloneta blanca, que dejaba ver su pequeño calzoncito, muy provocativo. Me quedé mirándola lentamente mientras subía por las escaleras. No resistí más la tentación de tenerla cerca nuevamente. Le pedí que bajara, regresó pensando que me había olvidado de decirle algo. “Que pasa, amor”, me dijo. “No, nada. Solo quiero darte un beso antes de irme”, le respondí. “Pues no te preocupes, te doy los besos que quieras”, me dijo. Se acercó a mí. Sentí su cuerpo junto al mío, muy cerca, demasiado cerca. Sus senos pequeños, hicieron contacto con mi cuerpo. La besé de una forma que solo hacía cuando di mi primer beso: con amor. Mis manos tocaron su rostro, besé su cuello, toqué sus caderas y seguí bajando lentamente. Ella tomó mi mano y la dirigió hacia sus partes más privadas…y me miró con deseo. Nos seguimos besando apasionadamente. Mis manos siguieron tocando su cuerpo. Ambos miramos hacia el cuarto de las visitas. Sabíamos que ese cuarto nos esperaba. Entramos y cerramos la puerta con llave. Me sentí hechizado ante sus ojos color miel, su cuerpo junto al mío, disfrutando cada instante mientras mutuamente nos quitábamos la ropa, ella luchando por conseguir que me quite el pantalón de mezclilla, hasta que por fin quedamos desnudos, en la complicidad de la noche, en silencio. Nos seguimos amando como la primera vez. …todo fue hecho con amor. Como tiene que ser. Como siempre me ha gustado que pase. Porque sé que la amo. De la única forma que puedo amar a la chica, que sin querer, ha cambiado mi vida…para bien.

Cuando desperté, Andrea no estaba a mi lado. La habitación estaba oscura. Preferí no prender la luz, para no despertar a nadie en la casa, me dirigí hasta el segundo piso. Subí sigilosamente hasta el cuarto de Andrea. Me llamó la atención un personaje de Barba abundante, que me recordaba a Carlos Marx, me miraba fijamente desde la pared—era un cuadro de cuidado—preferí no seguir mirándolo y avanzar. Llegué al cuarto donde estaban las chicas. Andrea dormía en medio de sus amigas. No había cerrado la puerta completamente. Las quedé mirando fijamente por un tiempo que no puedo precisar—pero no fue mucho, fue lo suficiente para recordarlo por siempre—. Andrea dormía tranquilamente, como un angelito. Tenía una sonrisa en los labios, y los sueños en el chico que ama—que supongo, y espero ser yo—, Paola y Katita no se habían tapado bien, y en su mal dormir, la sábana que cubría esos cuerpos perfectos, ya no las cubría, no las partes que debería. —No es justo que esos cuerpo deban estar tapados, ocultos; esa belleza tiene que ser contemplada—pensé—. Paola y Katita no habían usado ropa de dormir—porque odian usarla, al igual que yo—y mostraban sus cuerpos perfectos ante mis ojos. Ambas en ropa interior. Katita se volteó y contemplé su belleza, tenía puesta una diminuta tanga negra, que no dejaba nada a la imaginación. Paola dormía boca abajo, mostrando un trasero perfecto, trabajado durante meses en bicicletas estacionarias. Katita advirtió mi presencia, supo que la estaba mirando—no sé como pudo saberlo, pues seguía aparentemente dormida—. Como si supiera que estaba observándola, mirándola con deseo, empezó lentamente a tocarse, empezó a abrir las piernas y con sutileza terminó por quitarse esa pequeña tanguita negra que ya no era necesaria. De repente, sintió frio, o algo así y jaló la sábana que yacía a su lado, y se cubrió con pudor. No podía quedarme más tiempo ahí parado, en cualquier momento podría despertar Abencia Chopitea, la señora que limpia la casa, y me pillaría observando a las chicas. Comprendí que tenía que regresar a mi casa. Tenía sueño y mis ojos habían visto demasiado.

Cerré la puerta silenciosamente. Al bajar por la escalera miré de reojo la foto del viejo. Ahora lo veía diferente. Tenía una sonrisa pícara en la cara, o sería mi imaginación, no lo sé. Y porque preferí no saberlo, bajé rápido hasta la sala. Me alisté brevemente. Me peiné improvisadamente con los dedos, y me fui.
Llegué a mi casa. Subí a mi cuarto, en el segundo piso. Era de madrugada, y a tientas busqué mi cama para dormir un poco más. Pensé que todo lo que había pasado era un buen sueño, o algo así. Que posiblemente no se repetiría—o no se repetiría conmigo—. Así que me sentí afortunado. Feliz. Para estar cómodo me quité la remera, los zapatos y cuando me disponía a sacarme el pantalón, sentí algo extraño en mi bolsillo: era un chocolate “ajedrez”, una Reyna exactamente. Lo tomé con cuidado, le retiré el papel especial que lo protegía y mientras lo comía plácidamente recordando esas miradas y los besos de Andrea, pensé: “Solo podré amar a estas tres chicas, y a ninguna otra”. Es mi secreto.





Harold.