lunes, 14 de septiembre de 2009

No creas que es un juego



Llegué hasta la Calle Athenas para buscar a una persona. La calle estaba despejada, vacía y silenciosa. El ruido casi no se hacía notar y las primeras gotas de lluvia caían lentamente sobre mi rostro y mis zapatos. Tenía que darme prisa para encontrar un lugar donde esperar hasta que termine la lluvia, que ahora se había iniciado, y me recibía con extraña amabilidad.


Caminé apresurado, para no seguir mojándome, hasta divisar a lo lejos un pequeño letrero que decía: Hotel Madre D. —nunca he entrado a estos lugares baratos, que ofrecen comodidades que nunca tienen y que jamás podrías exigir por sus precios—Esta vez fue la excepción. Entré con cierto reparo. Una luz tenue me alumbraba en el pequeño y angosto camino que llevaba a la recepción. Dentro, en un improvisado y viejo mostrador, una señora de edad imprecisa leía, sin inquietarse, una revista frívola. Tan frívola que para ella era algo muy importante. Me paré esperando que me dijera algo; pero no dijo nada. —supongo comprensivamente que esta triste mujer odia ese aburrido trabajo, y siempre es lo mismo; las mismas caras, las mismas parejas; lo mismo de todo el tiempo—. Me acerqué un poco más y le dije:


—Quiero un cuarto. Solo estaré unas horas. Afuera el clima no me agrada nada. Y siento que si no estoy en algún lugar protegido me resfriaré.
—Eso lo tendré que ver en un momento. Siéntate en esa silla, ya casi termino de leer el artículo de mi revista. —y enseguida volvió sus ojos hacia la revista gastada, supongo que la habría leído decenas de veces, pero por ser la única que tenía, la leía cada vez como si fuera la primera.
—Pues tienes suerte, justo tengo una habitación para ti. Toma la llave y acomoda tus cosas, cualquier cosa que no funcione o falte: No es problema mío.
—Pues gracias. No necesito nada. Solo un lugar donde esperar que pase el mal tiempo—le dije sin mirarla—, y avancé hacia mi cuarto designado. Escaleras viejas, cuartos con luces apagadas, polvo en la mayoría de los pasadizos; todo estaba en completo abandono. Pensé: ¿Qué diablos hago en este lugar, por qué no estoy mirando la final de La Liga de Campeones, tomando gaseosa, cómodamente en mi cama? —Por un momento sentí que mi humilde cuarto, desordenado y a veces poco limpio, es un paraíso, comparado con esta porquería, que por unas horas me acogía.



Desde la ventana del cuarto, ubicado en el tercer nivel del hotel, pude ver que poco a poco la lluvia, en un momento fuerte y copiosa, ahora más bien era moderada y muy llevadera. Tomé mi maletín con mis apuntes y alguna bebida no gasificada y fui presto a salir de una vez por todas de ese lugar altamente contaminante. —tan contaminante que los virus de la gripe porcina, jamás podrían resistir convivir ahí con otros virus mucho más detestables, letales y ciertamente inoportunos para personas relativamente decentes como yo.


Bajando por las escaleras, cubiertas por una densa capa de polvo, noté que entre ese montón de polvo había una llave antigua. Dejada ahí a propósito o por una simple coincidencia. Tenía que salir lo antes posible de ese lugar. Pero algo me detuvo, no resistí la idea de tomar esa llave antigua y guardarla, solo tenerla como un recuerdo, o en todo caso, tenerla para —en mi loca imaginación—: utilizarla para abrir una puerta que guarda algún secreto, algo de mucho valor, o simplemente: muchos problemas. Tomé la llave y la puse en mi billetera. Afuera la calle se veía iluminada; algunas personas había vuelto a las calles y todo se normalizaba; pero yo no quería irme de aquel lugar sin haber probado antes esa llave en alguna de las puertas. Por lo menos en la que está frente a mí. Y posiblemente sea ahí donde la persona que ocupaba el cuarto la había olvidado. La olvidó tal vez para siempre. Pero ahora yo la tenía, y era casi seguro que me aventuraría a probarla. Fue así como me puse a probar en cada una de las puertas que notaba abandonadas y vacías. Ninguna de ellas pudo abrir puerta alguna. Pensé: ¡que se vaya al diablo este hotel, sus cuartos olvidados y esta maldita llave que me ha hecho perder el tiempo! Tomé la llave con fuerza y desde la ventana del tercer piso la tiré lo más lejos posible, sin importarme su destino final. Me dirigí a la salida, la misma mujer, lectora olvidada y condenada a leer la misma página todos los días, me miraba sin mucho asombro, sin inquietarse. Recibió la paga por la corta estadía y la llave del sucio cuarto que me dio. No me dijo gracias, ni nada. Seguía concentrada en su lectura; solo me dijo: si alguna vez regresaras por este lugar, tráeme la continuación de esta revista, porque nunca he podido saber que pasa con el final de mi novela. Y volvió a su solitario pasatiempo.


Por fin estaba en la calle. Todo había regresado a la calma; pero las pocas personas que vi por la ventana ahora habían continuado sus caminos y habían dejado las calles vacías. Nuevamente sentí deseos de quedarme un rato más, pero era hora de continuar con lo que había venido a hacer a ese peligroso y desconocido lugar. Martín me esperaba en algún lugar, pero no me imaginaba por qué había elegido ese lugar tan desagradable para encontrarnos. Supongo que lo reconoceré con un poco de dificultad, posiblemente tantos años en Cataluña hayan cambiado su acento, pero tratándose de él, hablaría como siempre. —nunca se ha dejado influenciar por nadie, pero si ha influido en varios amigos míos—. Caminé resuelto, con la mirada fija en mi próxima parada, pero de repente en la esquina de un Bar, se me acercaron un grupo de delincuentes. Eran jovencitos de aproximadamente unos quince años en promedio, para mala suerte estaba solo. Nadie podría ayudarme y de gritar por ayuda solo conseguiría traer más delincuentes. Solo esperé con resignación.


—¡Pon acá todo el dinero! ¡No te muevas, que ya perdiste!—me dijo el que debería ser el jefe de ese grupo de vándalos.
—Está bien, toma el dinero. También tengo una billetera muy buena marca Lacoste. Solo déjame mis documentos. No te sirven. —le dije apelando a su amabilidad. Si algo de eso habían tenido alguna vez en su miserable vida.
—Está bien, Blanco, toma tus documentos, pero tendrás que darnos también el celular y el reloj. No pude hacer nada. El más pequeño de ellos sacó una pequeña pistola. Pensé que podría ser de mentira, pero no era el momento preciso de averiguarlo.
—Es todo, no tengo más de valor. Ya lo demás no te sirve, el maletín es corriente, y todos esos papeles que ves ahí son mis escritos.
—¿Escritos, qué escritos?
—Los que hago para mi novia—le dije.
—Pues resulta que también los llevaremos. Y espero que escribas más. A la mía le gustan mucho los relatos. Espero que sean buenos, o te juro que te buscaremos nuevamente. —rieron, si entender nada. Yo también lo hice, en silencio, mientras los cinco ladronzuelos se perdían entre las calles bajo la complicidad de la noche.
—¿Qué ha pasado, te han asaltado acaso? —me dijo un policía gordo. Entrado en años y posiblemente esperando el retiro y la vida aburrida que eso implica.
—No señor, en estos barrios, es imposible que suceda eso. ¿No cree? —le respondía en forma irónica, mientras me ponía de pie y trataba de recoger lo que quedó de mis documentos.
—Pues que vamos a hacer, en este barrio eso pasa siempre. Todos los días. Uno combate la delincuencia pero este maldito barrio es el problema; esta gente—miró a todos lados—maldita gente, solo sirven para traer más delincuentes que luego encarcelo. Y nuevamente ponen delincuentes en la calle. Comprenderás porque ya no los combato. —Dijo esto mientras se ponía unos ridículos lentes oscuros.
—No podemos hacer nada, si hasta la policía esta vencida. Supongo que lo mejor será abandonar este lugar cuanto antes, pero tengo que encontrar a un amigo mío. Tal vez usted lo conozca. Tiene una tienda de libros en este lugar. Supongo que será la única librería en este lugar. ¿Podría ayudarme? —le dije esperando su respuesta, que no tardó.
—Bueno, por tratarse de ti, te ayudaré a buscarlo. Además es muy peligroso que sigas tú solo este camino. Este lugar ya no es de fiarse. Todo se ha corrompido y no falta gente de mal vivir que te salen al encuentro y luego tienes que hacer las mil maravillas para librarte de esta escoria. —infinita y multiplicada.
—Mi nombre es William Pérez. Encargado de los comandos de inteligencia de la policía. A tu servicio.
—Pues bien, Capitán Pérez —le dije capitán para subirle la moral—tenemos que encontrar la librería. Lo antes posible.
—No se diga más. Allá vamos. Compañero. —dijo resueltamente.
—¡Vamos, pero ahora! —le dije, en tono de una orden que tenía que acatar. Ya que los militares siempre viven acatando ordenes. Yo jamás sería militar.
Me pidió que lo espere un momento mientras encendía un cigarrillo. Le dije que no fumaba y que sería mejor que se diera prisa. Le ofrecí todo el dinero que me habían robado en compensación por ayudarme—se lo pediría a Martín al llegar—pero nuevamente, o la noche, el efecto del robo, la preocupación de no encontrar la librería, me hicieron dudar y mirar nuevamente al Hotel viejo y sombrío. Miré a todos lados y por una cuestión del destino, patee un montículo de basura. Un sonido metálico se coló en el aire. En la vereda se veía una llave antigua. La misma que tiré desde la ventana del hotel, esperando no volver a verla. Ahora nuevamente la tenía frente a mí. —Demasiada coincidencia— me acerqué y la tomé con un extraño deseo de continuar esa frustrada búsqueda que iniciara en las viejas puertas del hotel. No me importó mucho pensar que hacer ahora con ella. Solo la guardé en el bolsillo de mi casaca y busqué a Pérez que ahora se sentía muy seguro, y caminaba resuelto hacia mí. En el aire el humo del cigarrillo formaba extrañas figuras.


Pasamos por un conocido bar de ese lugar, gente borracha y delincuentes salían de aquel lugar, a esas horas. Pensé lo preocupado que estaría si no fuera por andar con un policía “simbólico” a mi lado. De pronto pasamos justo delante de los ladrones que me asaltaron a la salida del hotel. El más pequeño de todos levantó la mano y grito: Blanco, están buenos tus escritos, mándanos más. Mientras el que parecía ser el jefe saludaba cariñosamente a Pérez—que era su padrino—. Ya nada podría sorprenderme en este lugar, pensé.
—Por fin llegamos. Ahí está la única librería que tiene este maldito lugar. Y que nunca nadie entra, pues nadie quiere robar libros. No vale la pena robarlos, igual, no sirven para nada más que para quemarlos y hacer fogatas cuando el frío es intenso. Esta gente ignorante no sabe siquiera leer. Por eso mejor nadie se acerca por este lugar. Y creo que ya nadie viene, porque está abandonado. Pero eso es cosa tuya. Yo he cumplido, y ahora te toca tu parte.
—Si, claro, no me he olvidado. Pero tendrá usted que esperar. Acompáñeme un momento a la librería.
—Estás loco, yo ni pagado entro a ese lugar. Está todo sucio. Y encima no me interesa leer nada de lo que ahí existe.
—No, vamos. De alguna extraña manera sé que dentro encontraremos algo que nos beneficiará a los dos. Y no pregunte como lo sé. Lo sé, porque lo sé. Y mejor vamos de una buena vez.
El capitán Pérez aceptó a regañadientes, y entramos en el lugar. En efecto todo estaba abandonado hace años. Los libros —los pocos que quedaban intactos—estaban cubiertos por una capa de polvo que hacía imposible saber el título. Yo seguía moviendo los libros, y matando unas pequeñas arañas que había tejido ahí su telaraña. Pérez encendió un nuevo cigarrillo mientras me pedía su pago. Yo seguía concentrado en buscar algún indicio de mi amigo. No me explicaba porqué me había citado en ese lugar tan olvidado. Y tampoco el por qué estaba ahí con ese policía tan extraño. Sin saber de Martín, ni de el resultado final del partido de la fecha. Hasta que de pronto buscando en el mostrador puede tocar la cerradura de un cajón antiguo. Llamé a Pérez y con una pequeña linterna pude ver que había sido cerrado con candado hace unos años. Peor como podría abrirlo, tenía que tener la llave. Sin querer metí la mano al bolsillo y sentí algo metálico entre los dedos. Lo saqué para darme con la sorpresa y curiosidad de probar esa llave justo ahí. La posibilidad que sea su llave era ínfima; pero no pedía nada intentándolo—y si de alguna manera no funcionaba, tendría el alivio de botar para siempre esa inútil llave. No antes de hacerlo, claro. Así que lo hice. Con cuidado y sin forzar el candado, poco a poco, hasta que por fin: se abrió.
—Tienes que ser dinero—dijo Pérez.
—No es dinero. Es un escrito. A maquina de escribir exactamente. —le dije.
— ¡Que basura!!Basura y más basura! Eso es todo lo que existe en este pueblo. —se lamentaba Pérez mientras pateaba los libros de Carlos Marx, como el más humilde manifiesto comunista.
Tomé el papel y con dificultad pude leer:
No me esperes, no podré encontrarme contigo. Y no insistas: No podré. Porque justo hoy me voy a morir. Toma el camino más corto, busca entre los libros de la sección de “más vendidos”, encontrarás un libro pequeño titulado “no creas que es un juego”, tómalo con cuidado, debajo de este encontrarás un arma. No tienes tiempo de dudar. Mirarás en la esquina lejana de la librería, el arma solo tiene una bala, y no puedes fallar. Mide con cuidado. Escucha los latidos de tu corazón acelerándose, y cuando lo tengas en la mira: simplemente dispara. Un policía, un disparo, un libro por leer, una historia por contar y una venganza por cobrar, te esperan. No te sientas mal. Sería lo mismo que yo hubiera hecho por ti.
Tú amigo, Martín. 1.1.1985 (En una noche silenciosa)

Nunca supe la razón que habría tenido mi amigo para pedirme una cosa semejante. Nunca he matado a nadie, no me imagino haciéndolo. —nunca pude matar al conejo para la clase de ciencias—, pero ahora era distinto. Tenía un enemigo silencioso, que se desplazaba por la librería, que me había permitido llegar hasta ahí. Y ahora su misión había terminado, tenía que darle su paga. Pero no entendía porqué tenía que hacerlo. Tal vez lo entendería luego de leer el libro que Martín escribió, “no creas que es un juego”, no tenía nada de divertido.


El policía tenía muchas balas en su arma, yo solo tenía una. Pero no fallaría, este sujeto había matado a mi amigo, y ahora tendría que pagar. La justicia del país nunca lo condenaría y con suerte yo terminaría preso. Si no hacía nada este hombre quedaría suelto, y yo encerrado para siempre en un mar de remordimientos y culpas. Tomé el arma que a diferencia de todo lo que ahí había estaba muy limpia y reluciente. El policía se percató, vio que yo tenía el papel en la mano y lo entendió todo. Corrió velozmente hacia donde estaba, mientras sacaba su arma y me apuntaba. No esperé mucho, un fino disparo cortó el aire, pasando previamente por unas revistas de cocina francesa, hasta clavarse de lleno en mi atacante. Un solo disparo en el pecho terminó la historia. Sentí una sensación de asco y miedo, no quería recordar la cara de un hombre muerto, menos si fui yo quien le dio la ayuda necesaria para pasarlo a mejor vida. Sería mejor salir de ahí lo antes posible. Tomé el libro y dejé la pistola intencionalmente, para que me encuentren, para que se haga justicia, así como yo sentía había hecho esa noche fría.


Afuera el viento golpeaba mi cara, y la librería ahora tenía un aire a cementerio. Un lugar de miedo. La muerte rondaba tranquila por el aire enrarecido de ese lugar. Poco a poco fui caminando hasta alejarme completamente del lugar. Hasta quedarme dormido en alguna esquina. Justo a lado de los jóvenes delincuentes que leían en voz alta mis relatos. Y ahora no se impacientaban ni se incomodaban con mi presencia. Yo leía el título del libro de Martín, y sabía que lo que había hecho, no era un juego.


Harold.

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