Paola y Katita, mis mejores amigas. Siempre viven tomando agua mineral, comprando o haciéndome comprar ropa de moda, que luego dejan de usar porque dicen que ya no están de moda, o lo que es peor: que una de sus amigas ya tiene algo parecido. Yo las entiendo o trato de hacerlo. Si eso las hace felices: que se compren lo que quieran; igual con lo que sea se ven muy lindas. Soy feliz de que sean así: hermosamente frívolas para la ropa y solo para la ropa. Gran parte del año se la pasan asistiendo a Gimnasios de prestigio, a los que gran parte del año me niego a asistir. Limpiando mi cuarto, los domingos, siento que hago más ejercicio que todo un mes en el Gimnasio. Me conformo con ver a mis tres chicas con ropas ceñidas, yendo o viniendo del Gym que tanto las entusiasma. Yo me siento feliz comprando esas bebidas energéticas que luego tomo junto a ellas. Es una forma de decirles que también comparto su pasión por los ejercicios; aunque sospecho que tomar esa cantidad de sales minerales, sin necesitarlas, no me traerán nada bueno.
Por un momento quiero estudiar contagiado del ánimo de las chicas, pero puede más la pereza, el desgano consentido y termino por desistir de mi idea. Tiro los cuadernos a un lado de la cama, voy por un libro que me regaló Paola hace poco: “Pasajeros perdurables”. El libro no está por ningún lado, y claro, no está porque lo he prestado. Recuerdo las palabras que me dijo Andrea la última vez que peleamos. Dijo que soy un egoísta, que no presto mis libros. Pienso que tal vez no lo sea, porque precisamente éste, que tanto me gustó: lo he prestado. Y no me importa si no regresa a mí, porque tengo el recuerdo de las historias como si recién lo terminara de leer. Si no regresa a mi poder—lo cual deseo profundamente—espero que María, la chica a la que le presté-regalé el libro, haya podido leer uno de los relatos. Que por lo menos uno le haya gustado. Yo tengo la seguridad que lo ha leído. Incluso que le ha podido gustar. Es una amistad muy especial, porque nos conocemos tan poco, casi nada, y es suficiente para poder sentir con seguridad: que tengo una amiga. Una amiga, que lee mis relatos; una amiga que me ha regalado una sonrisa cuando había perdido la mía, una niña muy inteligente, con cualidades que me hubiera gustado tener; por eso la admiro, y la quiero —de una forma especial, como nunca podré querer a Andrea—. Le he prestado un libro y siento que se lo he debido regalar.
Los últimos meses mi vida se ha visto reducida a unas cuantas cosas que supongo me procuran una efímera felicidad y hacen mis días llevaderos. He decidido llevar una vida relajada, comprar cosas que no necesito, solo porque Andrea me ha dicho que me hacen falta, pero de no ser por ella, no gastaría mi dinero comprándolas porque siento que la ropa ya no me procura la felicidad de antes. Paso buena parte del día en casa, descansando, viendo películas, escuchando el programa de un escritor relativamente famoso o leyendo algún libro que ha recomendado este escritor de talento discutible. Los fines de semana han cambiado: las noches de salida se han visto reemplazadas por escribir relatos, y anécdotas que tal vez no me han pasado. Todo esto ha generado la justificada protesta de mi madre y hermana que dicen—y me gustaría pensar que es cierto, que tiene razón—: “que pierdo el tiempo escribiendo relatos, gasto la luz, y que soy un ocioso porque no hago nada por cambiar el estado de desorden persistente que tiene mi cuarto” —que nunca está sucio—. Todo eso lo justifico diciendo que me gusta la Literatura. Pasión que oculto en una mochila. Una mochila térmica que protege mis libros de las polillas que se los quieren comer. Todos los días tengo que sacarlos uno por uno, ponerlos sobre mi cama, contemplarlos un rato, y leer cualquiera de ellos—especialmente los de cuentos breves—. Todo eso me hace relativamente feliz; pero también una persona de vida predecible. Lo cual no soporto. No puedo ser el mismo de todos los días, motivo por el cual, actualizo mi perfil de Hi5, todas las semanas, porque siento que ya no me pertenece, que soy un impostor, que las cosas que ahí dicen sobre mí: son falsas. Paso una hora tratando de actualizar mi Hi5, y aprovecho para eliminar a la gente que me ha agregado, especialmente a las personas que me puedan conocer de algún lado o que me han presentado en alguna reunión.
Me encanta salir de compras con mi chica. Me gusta hacerle regalos, especialmente perfumes. Andrea me dice: “Lucio, estás gastando mucho dinero en ese perfume, no vale la pena pagar tanto. Luego dirán que soy una frívola e interesada.” Yo sonrió y le digo: “estamos dinamizando el consumo, Andreita”. La mujer que atiende en la perfumería me mira sonriente, luego le dice a Andrea: “tú novio es un buen economista” —yo le creo—. Extiendo mi mano en señal de gratitud y me dispongo a probar el siguiente perfume. Saco la billetera para pagar los perfumes que compramos. Andrea me mira molesta, sé que algo le incomoda. Pago rápido y salimos de la perfumería. Nos sentamos en una banquita y ella sigue seria. Le pregunto que tiene, que le pasa, si tal vez no le gustó que pagara un precio excesivo por el perfume. Me toma la mano y me dice, como solo ella sabe:
—Lucio, tienes que cambiar tu billetera: ¡está hecha una mierda! —me dice con una voz dulce. Me agrada mucho que me hable así. Con esa sinceridad brutal con la que una chica “bien” le tiene que hacer notar a su novio: que su billetera es un desastre.
—Está bien, Andrea, voy a cambiarla —le digo—, pero no ahora. Lo haré después. Recuerda que tenemos que regresar temprano a tu casa. Quedaste estudiar con Paola y Katita. No es bueno hacerlas esperar.
—¡Verdad, amor, tenemos que estar en casa! Las chicas ya no tardan en llegar.
—¡Pues vamos de una vez! Ya compramos el perfume “Pulso” y espero que Marco este contento con su regalo. No me gusta para nada el perfume que le escogiste. Mejor hubiera sido si le comprabas un perfume “Polo”.
—No digas eso, le gustará. Le gustará y se verá tan guapo, y olerá tan bien como Cristhian…
—… ¿Dior? —le digo irónicamente.
—No. No como C. Dior; pero si como “El Zorro” —ambos reímos.
Entro a una tienda que anuncia descuentos fabulosos. Me gusta una remera Lacoste. En la etiqueta dice: “Hecho en Francia”. No soy tan tonto de creer que se hagan ahí. Una vendedora joven y simpática se acerca y me dice: “amigo, te puedo ayudar”. Le agradezco por el noble gesto de decirme amigo—sé que lo dice porque no me conoce—; le sonrío y le digo que compraré la remera de marca “alternativa” que es la mejor manera de decir que es una “copia barata”. También compro unos zapatos que dan la impresión que no requieren ser lustrados nunca más, pues brillan de forma espectacular. Le digo a la vendedora que si me hace el descuento llevo todo sin probármelo. La chica accede y rápidamente hacemos la transacción. Pago con efectivo y me niego a suscribirme a cualquiera de los beneficios que me puedan dar las tarjetas que me ofrece. Me despido y le digo: “Soy un economista alternativo”. Me queda mirando como una despistada. Andrea me hace gestos desde fuera de la tienda para que me apure—no gusta entrar a ver como compro “2 X 1”, ni nada con liquidaciones—. Entra a la tienda y me hace salir lo más pronto de ahí.
—¿Te gusta mi remera?—le digo, mientras le tomo la mano, pequeña y artística. Y salimos riéndonos de la tienda. Ella con los perfumes, yo con una remera Lacoste (alternativa) que he comprado solo porque tenía un descuento del 65%, pero que no me gusta, y unos zapatos de marca innoble. Siento que debo conservar mi gusto por no usar zapatos de marca, si no aquellos que están en liquidación.
La dejo en su casa. Me dice que la llame en la noche para confirmar si saldremos a casa de Juliana, para ver los cuadros que le ha enviado su hermano desde Milán. Le digo que sí, que me interesan mucho esos cuadros, y que la llamaré en cuanto termine de hacer unos trabajos de la Universidad. Me abraza y nos despedimos. Regreso a casa con las cosas que he comprado. Mi perro me ladra compulsivamente, el olor de los zapatos lo confunden, como me confunden a mí. No me siento cómodo. Se ve mal usarlos con media deportiva. Llamo a Andrea y le digo que ahora necesitaré calcetines nuevos, que no pensé en ellos por la emoción de las liquidaciones. Me dice que no puede acompañarme a comprarlos, que compre unas medias de marca “Bugatti” o “Bulgarí”…algo así y se despide con un beso sonoro por el teléfono. Me despido de ella y regreso a la tienda para comprar las medias.
Llego y compro media docena de medias, todas de una marca italiana, que pienso usar frecuentemente para justificar el precio importado que me han cobrado, y como soy malo para regatear precios, termino por creer las bondades de todo lo que los vendedores me garantizan que poseen sus productos: en este caso algo tan simple como un par de medias. Siento que tengo que comprar algo más para justificar el Taxi hasta el lugar.
Entro a la SBS y compro un libro para llevarle de regalo a Paola y Katita. Ya no tengo mucho dinero después de comprar las medias importadas. Quiero comprarles libros a mis amigas, pero solo tengo suficiente para comprar uno. —Les compraré uno que ambas puedan leer—pienso—.Me divierto pensando si Paola, que es una lectora compulsiva, permitirá que katita sea la primera en leerlo, o si terminarán por regalarlo a alguna amiga para evitar los problemas. No sé que pasará, y por eso lo compro. Les compro el libro: los hombres que no amaban a las mujeres. Me parece un título divertido, que va con sus conversaciones de hombres —que hacen de forma privada en sus muchas reuniones de estudio—.Compro el libro y le hago una dedicatoria sencilla: “Paola y katita, gracias por no leer mis escritos. Por eso las quiero tanto”.
Llego a casa de Katita y Paola, que viven en un moderno departamento. Me hacen pasar. Me invitan unos postres riquísimos que siempre tienen en la refrigeradora. Me dicen que las espere un rato mientras se alistan. Paola me dice que prenda la TV, lea la revista ¡Hola!, o que entre un rato al MSN. Agradezco haciendo un corazón con las manos, lo cual le agrada mucho, ella hace lo mismo y sube a su cuarto. Hago lo más fácil: prendo la TV y me dejo caer en el sofá.
Mientras estoy seleccionado los canales—que no son pocos—Katita se me acerca con unos chocolates en forma de “piezas de ajedrez”, un caballo exactamente, y me dice:
—Lo terminé de preparar. ¡Pruébalo, está buenazo! —lo cual hago de inmediato.
—Sí, están buenos. Tienes talento para los dulces, me encantan, kata, ya me contarás tu secreto. Vamos, no seas así, dime… ¿qué les pones?
—Kata, no demores. Apúrate porque tenemos que salir—le grita Paola desde su cuarto. Por el tono de voz, se le nota apurada.
—Ya voy, Pao, solo dame un minuto—le responde Kata, mientras se me acerca, y puedo oler su cabello, que huele a aromas exóticas.
—¿Me dirás como haces los chocolates? —le digo buscando su mirada.
—Lucio, ahora te digo cual es el secreto, para que me queden tan ricos— mientras dice esto se sienta sobre mis piernas. Y pone todo ese cuerpecito trabajado en meses de Gym sobre mí. El sentir su cuerpo sobre el mío. Su cara cerca de la mía, el olor de su cabello; sentirla tan cerca, tan mía, me desconcierta. No sé que hacer. No esperaba que haga eso, no siendo amiga de Andrea.
—Los hago pensando en ti. Por eso salen tan ricos—me dice al oído, con voz tierna. Como la niña mala que es. Usando la misma voz que usó para convencerme que Andrea estaba enamorada de mí.
—¿Te gustó el secreto? —me dijo.
—Nunca lo olvides. Porque no saldrían tan ricos. Te prometo que cuando esté escribiendo algo lindo, pensaré en ti. Aunque tu nombre sea otro, la inspiración serás tú.
—Te quiero, amigo. Gracias, si haces eso me encantaría leerlo.
—Pues…entonces me encantaría escribirlo, Katita.
Sentí que la situación se me estaba escapando de las manos—o de las piernas exactamente—estaba sintiendo un gusto extraño, un deseo que no era precisamente por el chocolate, ni por jugar ajedrez. Miré cándidamente a Katita y le dije:
—Katita, mira…otro día regreso para conversar. Sabes, tengo que ir a ver a Andrea. Tú estás haciendo esperar demasiado a Paola. —mientras mis instintos naturales dirigen mis manos hacia abajo, tocan lentamente sus caderas, y ella no se opone. Me sigue mirando fijamente. Tiene unos senos hermosos que no duda en rozar contra mi pecho…y luego no se me ocurre nada. Trato de no hacer nada. Deseo que Paola no baje por las escaleras, no por ahora.
—Katita, recuerda tu examen. Tienes que estudiar…yo no debería distraerte, tu entiendes. Andrea… les está esperando en su casa.
—Pues, no te preocupes, amigote querido, ya sabremos como estudiar bien para pasar ese cursillo. Recuerda el secreto. Ja, ja. —y mientras dice esto, se menea lentamente sobre mis piernas. Me siento muy excitado, me gusta que haga eso…mi silencio le indica que puede hacerlo. Katita me abraza y coloca su cabeza en mi hombro para decirme que le gusta estar conmigo, luego se aleja un poco de mí, lo cual deja ver sus hermosos senos que se muestran muy provocativos.
Katita me mira con una sonrisa fácil, lentamente resbala por mis piernas mientras me deja un besito como efímero recuerdo. Me siento muy “emocionado” nunca antes me había hecho algo así. La seguí mirando mientras subía por la escalera. Unas curvas perfectas, delgadita, de cuerpo estilizado, perfecta para cualquier chico que no esté comprometido. —Si no estuviera con Andrea: tal vez me gustaría ser su novio, pues es una linda chica.
—¡Chicas, un momento. Les he comprado un regalito!
—Que chévere, me encanta que me hagan regalos. ¿Qué nos compraste, amigo? —me preguntan a dúo.
—Eh, pues…no es exactamente uno para cada una. Como las quiero por igual: compré un solo regalo.
—Aquí está. Es un libro que se me ocurrió comprarles en la librería.
—Cuando no, tú y tus regalos que siempre son libros—me dijo Paola.
—Ya, aquí está. Este libro les gustará más que a mí. —y pienso que no debí gastar todo el dinero en las medias, y debí comprar otro libro.
—¿Los hombres que no amaban a las mujeres?...¿eran algo cabreados esos chicos o qué?— se rieron de esa forma tan linda como me gusta. Sin impostar la risa, siendo ellas mismas. Fue el mejor cumplido, su forma de decirme: gracias, nos encantó.
—Pues, no lo sé. Espero que sí. Yo amo a las mujeres. En realidad amo solo a tres mujeres: a mi novia Andrea, y a ustedes dos.
—Pues yo pienso que no. Tú nos quieres más a nosotras que a tu noviecita. —me dijo Katita mientras jugaba con su cabello, castaño, que van muy bien con el color de sus ojos. Como una puesta de sol, o mejor que un atardecer pintado infinitamente en el romanticismo.
—Gracias, querido, lo leeremos. Y si no nos gusta, lo pondremos junto con tus escritos que siempre imprimimos para regalarlos a nuestras amigas del Gym.
—Bueno chicas, ahora sí tenemos que irnos. —les dije con seriedad. Con una seriedad impostada, falsa, que jamás podré mantener ante ellas. Por su forma de mirar, por ser quienes son; por todos esos pequeños detalles que me hacen ser el amigo dispendioso que hace todos sus gustos. Y así es mejor.
Se acercaron a mí y me agradecieron cada una con un besito, salvo Katita, porque el suyo no fue un besito como los de siempre: fue un besito que me decía algo más. Cada vez me sentía más tentado a cometer una tontería. No podría hacerlo. No tenía la valentía para serle infiel a Andrea. Pero Katita, está demasiado provocativa y guapa. Cualquier chico de mi edad—comprometido o no— desearía hacer algo con ella. Y eso estaría justificado en el amor. Porque en todo caso, lo que he pensado hacer: es con amor; pues de otra forma no lo haría. Andrea, no podría enterarse de nada. No debería. Se haría daño al saber que también puedo amar a su amiga. Es una situación que debo resolver con rapidez y cuidado. No puedo ser amigo de alguien que me desea de otra forma. La estoy empezando a ver de forma distinta, con otros ojos. Tal vez sea la gran oportunidad que no debo dejar pasar, y mientras Katita me quiera, tendré que quererla como se merece: de la forma que ella más quiera.
—Yo también tengo un secreto, katita—le dije mirándola frívolamente. Mientras su mano tomó la mía por unos instantes, pero ante la mirada de Paola, sutilmente la solté.
—Pues, no me lo digas, no ves que es un secreto. ¡Apúrate porque llegaremos tarde! —me dijo irónicamente.
—Claro, claro. Se nos hace tarde, chicas, vamos de una vez.
Tomé otro chocolate en forma de alfil. En el auto, mientras lo saboreaba, pensaba como sería besar a Katita. —“ven Katita, te necesito, dame un beso” —pensé—. Guardé silencio y seguí comiendo lentamente el alfil de chocolate, mientras Paola—que viaja siempre adelante— hablaba de cuadros de Arte abstracto, Salvador Dalí, Los Puntillistas, Impresionismo, noches estrelladas, puestas de sol, jirafas en fuego, persistencia de la memoria, etc. Yo asentía a todo lo que ella decía. Si decía que era un cuadro malo: para mí era malísimo. Si decía que “el gran masturbador” es un cuadro que la hizo llorar al verlo, yo decía que hasta ahora tengo ese sentimiento cada vez que lo veo. Esa corriente surrealista que tanto ama me gustó desde siempre. Y que si algún día tenía un hijo le pondría: Salvador. Ella se sentía feliz. Me decía que era un chico muy inteligente, muy culto. Realmente me sentía bien al saber que decir esas cosas podía poner tan feliz a mi amiga Paola—que un día con todo el entusiasmo que tiene me enseño sobre Salvador Dalí—. Así comprendí que lo que me estaba pasando era algo “surrealistamente interesante”.
Bajaron y se dirigieron a la puerta de la casa, donde las recibió Andrea. Yo preferí quedarme un rato más en el taxi, pensando en lo que había pasado. Esperando que esta sensación se me pasara. —Supongo que se me pasará pronto, es solo una broma de Katita—me dije—. No fue una broma. Deseaba estar con Katita. Tenerla cerca de mí, sentir su cuerpo, sus manos pequeñas, besar esos labios carnosos, y tocar esos pechos firmes y tan bien formados que tiene. Mientras pensaba en todo lo que haría con ella, el taxista me preguntó: “¿te pasa algo, amigo?”. Le dije: “no, no es nada…bueno, sabes, la chica que ha venido sentada conmigo me gusta”. Me miró con aire paternalista, y me dijo: “no la jodas, tu flaquita esta más rica que la que dices”. “¿Cómo dice?” —le increpé—. “No, flaco, digo…que tu flaquita es simpática, que no deberías de engañarla con esa otra chica que está bien rica”. “¿total?, si no es una…es la otra. Que pasa con usted. Mejor le cancelo la carrera y que tenga buenas noches”. “ya, flaco, pero eso si te digo, no la jodas a la flaquita”. Me dijo: “no es una, ni dos, ni tres…sino tres, las veces que veo estos casos”. Y cerró la puerta del auto mientras gritó: “Dalí, puto cabrón, quién carajo será Dalí, y toda esa mierda que han venido hablando. Me han jodido el cerebro. Y te diré que esa que te agarraste en el camino es una fox”. Terminó de decir esto y aceleró furioso.
Ambas, es verdad, son bien guapas. Pero jamás podría compararlas. Son amores distintos. No sería justo decir que una es mejor que otra. Yo las quiero a las dos. Pero amo a Andrea, lo cual hace la diferencia con ellas. —entraré, saludaré y me despediré de las chicas hasta otro día—me dije—. No pude hacerlo. Al entrar me vi tentado a quedarme. Las chicas estudiaban en su cuarto. La casa tenía una biblioteca, pero ellas preferían estudiar en el cuarto. Siempre he pensado que el cuarto es mejor que la biblioteca para hablar de cosas que son privadas.
Entramos a la casa, Andrea me abrazó, y se quedó conmigo en la sala, prendí el TV para ver un rato la CNN, pero mejor la apagué. No quería informarme de nada que tenga que ver con cosas serias. No quería saber nada que tenga que ver con mi carrera. Siento que si veo ese canal es como seguir estudiando mi carrera. Andrea, siempre tan linda, estaba magnífica, con una ropa no tan ceñida como la de Katita y Paola, pero que hacía notar lo afortunado que soy de tener a una chica tan linda y deseada como ella: “mi chica”. Me acerqué y la abracé, me senté en el sofá y la cargué, sus muslos me recordaron la misma sensación que sentí cuando tenía sobre mis piernas a Katita. Le miré a los ojos y le besé el cuello, y luego la boquita, en un juego de seducción con su lengua que terminó por atrapar a la mía. Le conté que Katita hacía unas figuras de chocolate espectaculares, y que uno de estos días le pediré que nos prepare unos especialmente para nosotros.
—¡Andrea, ven te necesitamos! Tenemos una duda—le gritaron desde el cuarto.
—¡Ya voy chicas!. ¡Vean su correo en la computadora, ahora subo!
—Ya, pero me traes algo para tomar. De preferencia algo helado—le dijo Katita. Que siempre tiene que estar tomando bebidas heladas. Hasta en invierno, lo cual me sorprende.
—Ya nos vemos amor. Te cuidas mucho. Ya no estés escribiendo cosas que luego mandas a tus amigos de la universidad, que vergüenza, que pensarán. No uses mi nombre, ni el de mis amigas en tus escritos. Estudia porque no quiero que te trasnoches al fin de ciclo y luego tener que verte con esas ojeras, que si no fuera por mi amiga Paolita, siempre con sus retoques y cremas, no te hubiéramos podido disimular.
—Ya, te prometo que lo haré. Sabes, he estado pensado y ahora estoy seguro que cada día te quiero más. Cada día te conozco un poquito más y sé que tú eres la única persona que me conoce bien. Que sabe como soy; aunque todos los demás digan que me conocen, y que soy muy buena gente, tú sabes de mis errores. Y por eso te quiero. Por eso estoy feliz de ser tu enamorado. Que estudies y te vaya bien, Andrea.
—…no sé que decirte. Eres lindo. Me haces muy feliz, te lo digo en serio.
Me detuve en el umbral de la puerta. Andrea tenía una pantaloneta blanca, que dejaba ver su pequeño calzoncito, muy provocativo. Me quedé mirándola lentamente mientras subía por las escaleras. No resistí más la tentación de tenerla cerca nuevamente. Le pedí que bajara, regresó pensando que me había olvidado de decirle algo. “Que pasa, amor”, me dijo. “No, nada. Solo quiero darte un beso antes de irme”, le respondí. “Pues no te preocupes, te doy los besos que quieras”, me dijo. Se acercó a mí. Sentí su cuerpo junto al mío, muy cerca, demasiado cerca. Sus senos pequeños, hicieron contacto con mi cuerpo. La besé de una forma que solo hacía cuando di mi primer beso: con amor. Mis manos tocaron su rostro, besé su cuello, toqué sus caderas y seguí bajando lentamente. Ella tomó mi mano y la dirigió hacia sus partes más privadas…y me miró con deseo. Nos seguimos besando apasionadamente. Mis manos siguieron tocando su cuerpo. Ambos miramos hacia el cuarto de las visitas. Sabíamos que ese cuarto nos esperaba. Entramos y cerramos la puerta con llave. Me sentí hechizado ante sus ojos color miel, su cuerpo junto al mío, disfrutando cada instante mientras mutuamente nos quitábamos la ropa, ella luchando por conseguir que me quite el pantalón de mezclilla, hasta que por fin quedamos desnudos, en la complicidad de la noche, en silencio. Nos seguimos amando como la primera vez. …todo fue hecho con amor. Como tiene que ser. Como siempre me ha gustado que pase. Porque sé que la amo. De la única forma que puedo amar a la chica, que sin querer, ha cambiado mi vida…para bien.
Cerré la puerta silenciosamente. Al bajar por la escalera miré de reojo la foto del viejo. Ahora lo veía diferente. Tenía una sonrisa pícara en la cara, o sería mi imaginación, no lo sé. Y porque preferí no saberlo, bajé rápido hasta la sala. Me alisté brevemente. Me peiné improvisadamente con los dedos, y me fui.
Llegué a mi casa. Subí a mi cuarto, en el segundo piso. Era de madrugada, y a tientas busqué mi cama para dormir un poco más. Pensé que todo lo que había pasado era un buen sueño, o algo así. Que posiblemente no se repetiría—o no se repetiría conmigo—. Así que me sentí afortunado. Feliz. Para estar cómodo me quité la remera, los zapatos y cuando me disponía a sacarme el pantalón, sentí algo extraño en mi bolsillo: era un chocolate “ajedrez”, una Reyna exactamente. Lo tomé con cuidado, le retiré el papel especial que lo protegía y mientras lo comía plácidamente recordando esas miradas y los besos de Andrea, pensé: “Solo podré amar a estas tres chicas, y a ninguna otra”. Es mi secreto.
q buen relato,que bueno q sebastian pudo dormir bien despues de esa experiancia extraña...siegue escribiendo harold...que vengan mas relatos,un abrazo,cuidat,DTB
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