lunes, 14 de septiembre de 2009

El disfraz


Estaba por llegar tarde a su nuevo trabajo. Juan Eduardo seguía mirando Cinescape en el televisor de su cuarto, era el único programa que le gustaba ver. Desde la cocina, la señora Fernanda, su madre, le gritaba que se apure, que iba a llegar tarde a su primer día de trabajo. Cuando Fernanda estaba por golpear la puerta del cuarto, de pronto, Juan Eduardo lucía completamente vestido con un traje de “Nemo”. Para sorpresa de su madre, el nuevo trabajo que había conseguido era de muñeco de fiestas infantiles. Fernanda estaba sorprendida; Juan Eduardo ocultaba una sonrisa detrás del disfraz.
—¿Y ese disfraz, mi amor? —le dijo Fernanda, llevándose las manos a la cintura.
—Es mi vestimenta de trabajo, mami. Tengo que ponérmela. No hay roches, me gusta mi nuevo trabajo, además solo es un ratito. Luego me lo quito y puedo comer lo que quiera en la fiesta—dijo Juan Eduardo, mirándose en el espejo de la sala.
—Bueno, hijo. Me alegra que hayas encontrado un trabajo decente. Donde no te exploten, donde estés tranquilo y feliz. Y mira que los niños estarán felices de que tú les animes la fiesta. Desde chiquito te han gustado las fiestas, mi amor. Te acuerdas cuando te llevé al cumpleaños de tu primita Marianita, como bailabas con ella, hijito. Y te acuerdas de esa chiquita Celina, como le dabas de comer la mazamorra en la boquita como un caballerito.
—Sí, si, mamá. Me gustaría recordar más detalles pero estoy sobre la hora.
—No te preocupes, corazón, si gustas le digo a tu papá que te lleve.
—No, gracias, mami. Prefiero ir solo. Todo sea por amor a los niños: ¡qué sería de este país sin personas trabajadoras como tu hijo!
—Qué sería, hijo—dijo Fernanda, suspirando—. Ya, ahora sí. Te apuras porque ya estás en la hora. Y te felicito por tu trabajo. Ya era hora que dejes de una vez a esos explotadores del Plaza Real. No te pagaban lo justo y te hacía trabajar horas extras, mi amor.
Fernanda abrazó a su hijo. Le dio un beso en la mejilla. Le dio los mejores deseos y le dijo que muy pronto dejaría estos trabajos eventuales, pronto conseguiría un trabajo a su altura; como se merece un muy prometedor estudiante de economía. En la televisión pasaron un anuncio de “precios de infarto en Tottus”; Fernanda ahora miraba la propaganda con una sonrisa.
Juan Eduardo fue a su cuarto y se quitó el disfraz con rapidez. Salió lo más rápido que pudo. Llevaba una botella de coca-cola en la mano y cargaba una mochila. Cuando estaba en el umbral de la puerta, de pronto se detuvo. Regresó por su celular, tenía una llamada perdida. No pudo llamar pues era su costumbre nunca poner crédito a su celular y confiar en la buena voluntad de sus amigos, confianza que depositaba en los “mensajes misios” y que mayormente tenían buen resultado. Esa vez no fue la excepción. A los pocos minutos su celular estaba vibrando, en la pantalla se leía: “llamando Solange”. Esperó la tercera timbrada, tomó un poco de aire y de repente…la llamada se cortó.

Juan Eduardo salió apurado y abordó el primer taxi que apareció a su encuentro. Indicó la dirección al conductor, un pelado de nariz perfilada y mirada inquisidora, la cual escondía detrás de unos lentes de aviador. El celular nuevamente empezó a vibrar, Juan Eduardo trató de responder su llamada a duras penas, no se podía escuchar nada por los constantes ruidos del conductor que no paraba de hablar con la operadora, una mujer de voz sospechosa. El volumen del radio estaba muy alto y el económico celular de Juan Eduardo no contaba con altavoz. Juan Eduardo maldijo haber tomado ese carro.
—¿Señor, puede bajar el volumen? Tengo una llamada—le dijo Juan Eduardo.
El pelado lo miró por el espejo, hizo un gesto indiferente. Tosió y le respondió:
—Compadre, toma otro carrito.
Juan Eduardo canceló la llamada. Esa tarde pensó que no podría hablar con Solange. A Solange la había conocido gracias a la complicidad de su primo Marco Antonio, famoso por sus constantes salidas a sitios nocturnos, campamentos, fogatas y demás. No era un vago, pero sí era un primo de cuidado. Una noche, en un campamento en Pacasmayo, le había presentado a Solange. Esa noche hablaron de cosas divertidas, sin importancia, pero que eran buen motivo para reír y pasarla bien, como se tienen que pasar las fogatas. Y entre bromas, chacota y unos cuantos chistes y situaciones exageradas y posiblemente inventadas, la conoció. Era una chica simpática, no era tan alta, pero tampoco baja, tenía los ojos claros y los labios provocativos; además compartían el mismo gusto por cantar en el karaoke. Desde ese día de la fogata, en que terminaron dándose un beso breve, Juan Eduardo no había podido dejar de pensar en ella. Hasta el día de hoy, cuando ella lo esperaba para hacer el show infantil. Ahora ella era una linda animadora de fiestas infantiles, que cualquier niño gustaría tener en su cumpleaños. Juan Eduardo era, desde hoy, su flamante acompañante y su mejor amigo.
Bajó del taxi y sacó su celular. Marcó el número de Solange, esperó un momento hasta que el mensaje misio diera su efecto. No pasó ni dos minutos y ella le respondió. Tenía la voz distinta, se le notaba preocupada, pensando que ya no vendría, que faltaría a su primer día de animador y ella tendría que convencer a su amigo Marcelo D´Anglés para que se ponga el disfraz.
—Juancho, pensé que no llegabas. ¿Qué te pasó, amigo?
—Pucha, Solange. Sí supieras…pucha, mira, lo que pasa es que este tiazo del carro resultó una basura. No ha bajado su volumen y se la pasó hablando por radio. No te he podido responder, sorry.
—Normal, Juancho. Yo sabía que llegarías—mintió—. Ahora sí, apúrate que tienes que ponerte el disfraz.
—Solo una cosita, no me digas Juancho, porque me parece horrible que me digas así. Parece como si fuera el nombre de un muñeco tonto o algo así. Dime “amor” o “Juan Eduardo”. —mientras decía esto, abría la mochila y miraba su disfraz de “Nemo”.
—Ya, tontito. No te pases. Yo te digo como quiera, ¿ya? No me discutas porque yo soy tu jefa—le dijo esto con una sonrisa pícara.
—Ya estoy en la puerta.
—Ahora estoy ahí. No demoro en salir—respondió Solange.
Esperó un momento parado frente a una casa grande. De fachada bien cuidada y cerco eléctrico. Un jardinero seguía trabajando en los decorados del jardín. Era una familia de dinero. Pensó: he llegado a “la gran manzana”. El jardinero seguía impasible. Un decorador bastante cabreado pasó y lo saludó mientras hacía las indicaciones para los últimos retoques del decorado. Mientras que por la otra puerta una señora muy gorda dirigía magistralmente los carritos con los bocaditos que había sido hechos por el chino Andy, un conocido pastelero de la ciudad. Después de presenciar la llegada de unos cuantos invitados y seguir viendo a los encargados de hacer que la fiesta quede perfecta, por fin, apareció Solange. Estaba sonriente, tenía estrellitas brillantes en la cara.
Solange y Juan Eduardo se fueron al cuarto que les habían preparado. Juan Eduardo se acercó a Solange y la tomó de la cintura. Estaba demasiado cerca de ella. Sintió su perfume, olía tan rico como la primera vez que la conoció. Pensó: algún día le preguntaré qué perfume usa. Quiso darle un beso pero Solange le dijo que no. Que podrían entrar los padres del niño, o el niño, y verlos besándose. Que se espere. Y sonrió como una niña encantadoramente mala. Juan Eduardo empezó a cambiarse, en unos minutos estaba puesto el disfraz de Nemo. Cuando Solange regresó maquillada y con su vestuario que le quedaba súper ceñido tomó de la mano a Juan Eduardo y le dijo:
—Juancho, los niños nos esperan.
—Espera, espera un toque, flaca. No estarás pensando salir así. Esa falda está súper pequeña. Los niños de ahora no son los niños de mis tiempos.
—Oye, ya deja de decir esas cosas. Los niños no se fijarán en esas cosas que tú, en tu mañosería, estás pensando.
—Solange, te diré que si no son los niños, pues, serán los padres. Pero de que te van a mirar con deseo y los vas a dejar con las ganas, te lo puedo asegurar.
Solange se rió. Le dio un beso en la cara a Juan Eduardo y salió vestida con la falda provocativa. Ese día los niños tuvieron malos pensamientos. Y los papás nunca se mostraron más entusiastas para los juegos y hasta se atrevieron a lanzar silbidos a la linda animadora. Toda la fiesta se bailó al ritmo del reggaetón y una serie de pasos demasiado sugerentes. De pronto la pista de baile era lo más cercano a las noches en “El nirvana” o “Mekano”. Juan Eduardo se sintió un poco pasado de años. Siguió bailando al ritmo de “Tito el bambino” “La secta” “Rakin y algún otro”, y una serie de nombres que él no conocía pero que los niños pedían fervorosamente. Solange bailaba bien. El nunca podría bailar tan bien como Solange. Así que era feliz viendo los pasos que solo ella podía hacer en la pista. Así pasó la fiesta, entre dulces, juegos, baile y muchas miradas y piropos de los padres que siempre recordarían con emoción ese día del cumpleaños.
El traje de Nemo ahora estaba nuevamente en la mochila, una mochila Reef, gastada por el paso del tiempo, pero que a pesar de eso conservaba una buena presencia. Ahora ya no albergaba libros y copias; ahora albergaba el disfraz que un día, en su afán de experimentar cosas, había encontrado.
Los dos se despidieron, recibieron el dinero por su trabajo, el niño del cumpleaños quedó feliz de haberlos tenido en su fiesta como animadores. Una felicidad solo comparable a la de su padre, Manuel Rengifo, dueño de una empresa de transporte llamada “Ícaro” y poseedor de una cadena de hoteles en San Isidro y Miraflores. No dudó en decirle a Solange que venga cuando quiera, pues siempre es buen motivo para celebrar una fecha especial. Quiso agregar algo más pero Doña Bárbara, su esposa, se lo impidió. Y con una sonrisa impostada fue cerrando la puerta lentamente. Juan y Solange salieron riéndose de la casa de la familia Rengifo. Se fueron caminando sin importarles a dónde. Sin darse cuenta resultaron tomados de la mano. Y avanzaron por “la gran manzana” hasta terminar tomando un helado en “Ravello´s”. Juan Eduardo miró a Solange, tan linda, tomando su helado, y deseó que le diera un beso con sabor a fresa. Miró a Solange y le dijo:
—¿Te gustaría ser mi novia?
—No. Jamás seré tu novia, porque no vamos a casarnos. Seré tu enamorada, Juancho.
Ambos rieron. Juan Eduardo y Solange terminaron el helado y sin pensarlo dos veces tomaron el primer taxi que apareció. Nuevamente había subido al carro del pelado. El pelado miró por el espejo a Juan Eduardo, le hizo un guiño de complicidad mientras cambiaba de emisora. En el taxi sonaban las canciones de ritmo romántica.


Cuando Juan Eduardo llegó a su casa. Saludó a su mamá, le dijo que había pasado un día espectacular. Que le fue de maravilla, no precisamente por el cumpleaños. Y que se sentía muy pero muy ligero. Muy feliz. Su madre le preguntó por su disfraz. Juan Eduardo se quedó helado. Lo había olvidado en “Ravello´s”, donde tomó los helados con Solange. Fue corriendo hasta el cuarto de su papá, tomó el celular y marcó el número de Solange.
Escuchó una, dos, tres timbradas. Una voz indiferente le indicó que dejara el mensaje de voz. Tomó aire y dijo: “Solange, sabes…olvidé la mochila con el disfraz”. Ya la fregué…qué haremos mañana. No se le ocurrió nada más. Dejó ese mensaje y se fue a tratar de dormir, lo cual logró con facilidad—gracias al día agitado—. Despertó sintiendo que algo vibraba en el bolsillo de su pantalón. Tomó su celular y con la voz aun dormida contestó:
—Solange, qué haremos mañana.
Se hizo un silencio…después de unos segundos, que le parecieron eternos, escuchó la voz juguetona y cómplice de Solange que le decía:
—Mañana buscaremos a Nemo, mi amor. Duérmete y que sueñes cosas bonitas, o sea, conmigo obviamente. Yo tengo un osito en mi cama y sabes, le he puesto tu nombre.
—No te creo, mentirosa.
—Sí, en serio, mi amor. Mi osito se llama como tú. Ja, ja. Y ahora sí, tengo que dormir porque mañana tenemos cumpleaños.
—Contigo, todos los días es mi cumpleaños.
—Pues, entonces tienes tres deseos…
—No quiero tres, quiero solo uno.
—¿Y cuál será ese deseo, si se puede saber?
—Qué seas siempre mi chica.
—Concedido. Tú deseo se ha cumplido.
—Que duermas bien, amor —le dijo Solange despidiéndose, y abrazando a su osito.
—Un beso, donde más te guste.


Ambos rieron mucho, y siguieron diciéndose cosas en la complicidad de la noche, con la luz apagada; hasta que se terminó el crédito de Solange. Era de madrugada cuando eso pasó.Juan Eduardo apagó su celular. No le importó si al otro día encontraría o no el disfraz. Estaba feliz porque tenía la seguridad que había encontrado a una gran chica, Solange.




H.R.

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