domingo, 13 de septiembre de 2009

El partido de tus sueños


Fue de madrugada cuando sonó mi celular, entre sueños y con los ojos dormidos, contesté sin siquiera fijarme quien era la persona que me despertaba a esas horas—de todos modos siempre es un número privado—, esta vez fue diferente. No fue precisamente una llamada, si no más bien, un mensaje de texto. —No existe peor cosa que interrumpir mi sueño de madrugada, y peor si es con un mensaje—pensé. Lo abrí para ver el contenido. Era breve pero lo suficiente para recordarme muchas cosas, que inútilmente había pretendido olvidar con decenas de horas de lectura y chat, con fiestas y paseos. El mensaje decía: mañana en casa de Sandra Castello, no faltes. Y lleva algo diferente. Besitos.


Pues era increíble, como se me podía haber olvidado que era el cumpleaños de mi ex. — ¿Y ahora de donde consigo un regalo?—pensé, mientras volvía a leer el mensaje—. Toda la ropa formal que tengo esta sucia. No tengo mucho dinero por ahora. No tengo las mismas ganas de verla nuevamente, pero ahora es su cumpleaños, y tal vez, podría hacerle un pequeño regalo. Algo que le hiciera recordar que la quiero, que la recuerdo—y ella también me recuerda, con seguridad—, pero que por el azar, o lo que sea, ya no es lo mismo. Por ahora no tengo muchas ganas de pensar en el regalo. No tengo tiempo; todos los posibles lugares estar cerrados, no tengo idea de que podría regalarle, y por último, así tuviera el regalo en mis manos, no tengo la menor idea de cómo envolverlo, ni donde pueda conseguir un papel adecuado. Prefiero dormir, pienso borrar ese mensaje y olvidarme de todo. Pero un breve recuerdo me lo impide. Me quedo pensando, mientras sigo escuchando las canciones de Shakira en mi mp3, “pesa más la rabia que el cemento”.


Despierto temprano, son casi las 6:00 am. Casi nunca me levanto esa hora—Soy un dormilón, y duermo mucho porque si no duermo mis ocho horas luego me siento mal todo el día, y tengo que estar sosteniendo una sonrisa mentirosa, que fijo previamente mirándome en el espejo del baño. Por eso tengo que dormir lo que mi cuerpo necesita. Y solo así puedo hacer mis cosas cómodamente, más tranquilo y relajado; hasta podría decir que las hago bien.


Ahora tengo que conseguir el regalo—me dije, resueltamente—, pero cuando estaba por salir a comprar su regalo, recordé que en un lugar secreto de mi cuarto, en una caja pequeña, tenía algo especial que le había preparado y por algún motivo, no pude dárselo a tiempo. No puede entregárselo y se quedo conmigo, hasta ahora que de repente he recordado tenerlo—y me gustaría no tenerlo, pero está precisamente muy cerca de mí—. No se lo entregué porque ese día peleamos— últimamente siempre lo hicimos—, pero esa vez, fue porque sentía que tenía que decirle algo. Fue lo último que no le llegué a decir, y precisamente lo tenía escrito en el papelito de la dedicatoria. Pero ahora eso ha cambiado. Ya no tengo nada más que decirle. Solo: ¡Feliz Cumpleaños!


Tenía en la mano un regalo presentable, pequeño pero muy bien envuelto y dedicado. También el último perfume que compré después de terminar con ella, y traía puesto el terno de mi amigo Luis Podesta—que en una noche de salida, me lo había regalado, contengo porque le había ayudado con Karina. —ahora su novia, la misma del mensaje—. Todo tendría que salir bien. Tomé un taxi y le indiqué al conductor que fuera lo más rápido posible, pues no quería llegar tarde. Tenía el volumen del carro al máximo. Me vi obligado a apagar mi mp3, y cuando le pedí que escuchara su partido de fútbol a un volumen menor, me miró con una extraña sonrisa, mezcla de burla y sorpresa, y me dijo:


—Que lo baje, no pues. Si no te gusta, puedes tomar otro carro, Chibolo—agregó, mientras al parecer ponía más alto su maldito volumen. Y yo sentía que si no me resignaba a soportar ese ruido infernal, y la voz ronca de un esforzado narrador que decía que fue “un tiro espectacular que pasó rozando el travesaño”. Yo sospecho que fue un tiro desastroso y seguramente la pelota se fue directamente a la tribuna popular, pero siempre un partido narrado en la radio, es “otro partido”. Pensé que no llegaría a tiempo y nuevamente me puse los audífonos.


— ¿Qué no te gusta el fútbol? —me preguntó, mientras adelantaba a otro taxista que le gritaba: Cachudo. —fue divertido escuchar eso, y posiblemente lo sea.
—Si, a veces lo veo, pero no me gusta practicarlo mucho. No tengo tiempo. —le respondí sorprendido de su exagerada confianza, acompañada de su “buen trato”.
—Ah, pues que raro eso. Deberías de practicarlo más seguido. Todos los hombres jugamos fútbol. ¿O tú no sabes jugar?—dijo esto mientras sonreía, y agregaba que todos los que no juegan son hinchas de Sporting Cristal, que son unos “Pavos” y encima borrachos.
—Si, últimamente volveré a practicarlo. La universidad es la que me quita todo el poco tiempo que tengo.
—Pues, así se habla, chibolo. Yo a tu edad, jugaba que daba miedo. Y encima después del partido, la chela con los amigos. Nunca te olvides de eso —dijo esto como si yo le hubiese pedido consejo, o que hacer con mi vida.
—Sí, tiene razón. Dejaré de estar tan concentrado en los estudios. Me relajaré más. —le dije esta mentira para que ya no molestara más.
—Pues ¡salud por eso!—me dijo, mientras sacaba una lata de cerveza Cristal.


Llegamos a una esquina, un auto rojo estaba parado, respetando el semáforo—ante la ausencia de policía—, pasó despacio, y cuando estaba cerca, aprovechó para gritarle: ¡avanza, idiota! Que no ves que no esta el perro. Y luego volvió a acelerar y subir su volumen, par escuchar su interminable partido. —por un momento odie el fútbol y sus narradores.
Recuerdo que en primaria siempre jugaba, primero de delantero, luego defensa, para terminar de arquero. Pero jugaba. Con que derecho este tipo viene a decirme que no sé jugar. Si tuviera un balón le demostraría que aun se hacerlo. Y mejor que él, que está gordo y con seguridad no podría alcanzarme, y habla mal de mi equipo, porque sus jugadores son mayormente buenos, y el no. Tienen buenos carros y el no precisamente. —Mejor tendré que bajar de una vez. Porque siento que estoy en el Estadio, y en tribuna popular—pensé.


¡Gol de la U!—se escuchó en la radio— y el taxista lo gritó como si fuera la final del mundial, de pronto, el comentarista dice que se acaba de anular la conquista: fue posición adelantada.
— ¡No puede ser, como pueden jugar con la ilusión de la gente! ¡Es injusto! Árbitro maricón. Si fue gol legítimo. —dijo esperando que yo lo apoye. Yo me sentía feliz.
—Ya ha pasado, seguro que voltean el partido—dije esto esperando que nunca pasará.
Yo pienso que este hombre tiene que haber sido algún futbolista frustrado, una suerte de comentarista incomprendido, un canalla que obliga a todos sus pasajeros a escuchar un fútbol tan aburrido como sus conversaciones. Es una suerte que por fin he llegado a la casa de Sandra. Bajo del auto, mientras veo que este hombre, implacable infractor de cuanta norma de tránsito exista, arranca lleno de rabia, a lo lejos se escucha la voz del narrador. No voltea a mirarme, sigue como en otro lado. Yo prefiero que no me mire. Y me alejo rápidamente para ver en la otra esquina, por fin: la casa de mi querida ex. —Tampoco todo fue malo, presa de un encabronado odio y venganza contra un árbitro que nunca conocería, no me había cobrado. Y estoy seguro que esa jugada fue gol. Pero me encantó el hecho que el árbitro no la cobrara.


Estoy por entrar a la casa de Sandra, cuando una pelota de fútbol me cae de lleno en el pecho, manchando mi camisa blanca. Y haciéndome sentir como la persona más infortunada del mundo. — ¿Cómo puede pasarme esto justo ahora que le veré después de todo este tiempo—pensé. Frente a su casa, en una cancha sintética, que habilitó su padre para jugar con sus amigos, pude verla a lo lejos, también estaban Martín Nieto y Jorge Zane—que había egresado de la Católica, y ahora se dedicaba a contar sus conquistas, y casi nunca lo aprendido en los cursos, ni los libros que sus ojos miraflorinos, jamás leyeron—. Me acerqué con la seguridad que se reiría de mi mala suerte, de mi camisa ahora gris. Pero no permitiría que se rían. Yo los adelantaría contando alguna broma que hiciera pasar inadvertido este difícil momento. Y todo salió muy bien. Hasta que de repente, apareció de entre toda la gente, la abuela de mi ex.


—Otra vez se aparece por acá, jovencito—me dijo mientras abría su lata de coca cola, y me apuntaba con su bastón, mientras con la otra mano acomodaba su sombrero del Real Madrid.
—Si, es una sorpresa. Es por el cumpleaños de Sandrita. Usted comprenderá, ahora somos muy buenos amigos—mentí, porque ella no me hablaba—, y quiero darle un pequeño regalo.
—Déjate de tonterías, mi nieta no está en casa. Salió temprano con su novio, un joven que estudio Economía en La Pacífico, y ahora le está sacando lustre a su título. —me dijo esto con mala leche, como para que me doliera. Pero me reconfortó mucho. Me alegró saber que por lo menos ella, había encontrado una buena persona. Que con suerte la podría hacer feliz. Que le contaría secretos, cosas divertidas, que le invitaría a lugares caros; pero que jamás la miraría como tantas veces la he mirado yo.
—Me alegra, señora. Como le dije, solo he venido a saludarla. Nada más.
—Pues está bien, no esperes mucho. Tal vez demoren, y si tienes prisa, yo le entregaré lo que le trajiste—tenía la seguridad que tiraría mi regalo en cuanto me fuera. Sonreí confiando en su buena fe.
—No, gracias. Yo la espero. Mientras decía esto sentí una ráfaga de aire en la cara, un disparo desviado había pasado muy cerca. Casi me da de lleno. Y entonces, no habría quedado más remedio que regresar a casa, tirar la camisa blanca y guardar para siempre el regalo. Felizmente no pasó. Desde la cancha un flaco muy alto me hacía un gesto medio raro. Yo levanté la mano y le repetí la señal.


Me la pasé viendo a la gente tomar cerveza, comiendo parrilla hasta el cansancio, tomando coca cola light y esperando pacientemente a mi querida ex novia. Por fin llegó. Karina me saludó mientras me hacía ojitos para decirme —en nuestros códigos—que aproveche mi última oportunidad. Todos saludaban a la cumpleañera, un torbellino de besos y abrazos, decenas de sonrisas que encontraban respuesta en la hermosa sonrisa que ella siempre tenía para todos. Pues siempre podía sonreír, a pesar de los malos momentos. Incluso ahora, que me veía desde lejos, que me acercaba a ella lentamente, con el regalo, que le tenía reservado. Eran mi primer conjunto de relatos. Sólo tenía una copia, había borrado los archivos de la computadora, para dar la posibilidad que los pierda o no le gusten y tengan que quedar olvidados por siempre. En la primera página tenían una dedicatoria muy especial: para M. que eres tú —que sólo entendería luego de leer el último relato que le había dedicado.


Me abrazó fuerte, y fue suficiente ese pequeño instante para estar seguro que la quería, a pesar que, a veces, sin querer, me ocultaba las cosas; a pesar que teníamos los problemas que toda pareja tiene, pero que luego pasan y se solucionan. Su mirada aun coincidía con la mía. Y no había cambiado el perfume que le regalé. Me sentí feliz.


—Ya, ya, está muy largo ese abrazo— dijo una voz desde la pequeña tribuna. Era su abuela, que nunca me ha querido para su nieta, que piensa que soy un ocioso, que se dedica a leer un montón de mariconadas que escriben los novelistas. Y hasta tengo el atrevimiento, de no contento con leerlas, también escribir una que otra.
La dejé, pero mientras me alejaba lentamente de ella. Pude percibir la última esencia de su perfume, muy cerca, demasiado cerca. Casi justo a lado del corazón. Y en ese lugar, no se me puede olvidar— no se quitará bañándose—. Me quedó mirando y me dijo:


—También te extraño, Sergio. Gracias por venir. Y gracias por el libro que me escribiste—no había abierto el regalo, pero me conocía tanto que sabía que era. Y sabía que le había dedicado el último y mejor relato. Solo para ella. Por regalarme la historia. Y por regalarme tan gratos momentos.
—Fue porque así lo he querido. Y porque te lo mereces, por todo—después de decir esto pensé regresar a casa, pero el ambiente no era malo, por el contrario era bastante entretenido. Sentado con unos amigos, que conocí en un diplomado, comentamos del viaje a Miami del buen amigo Ronald Quintero, y ahora su flamante esposa, Lucia Granados—mi ex compañera de grupo, y amiga—y las chicas que no paraban de bailar. Yo hablaba y decía cosas que sonaban muy bien, pero luego ya no recordaba nada —siempre hablo muchas cosas bonitas, pero luego ya no me interesa recordarlas, supongo porque serán mentira. O porque soy muy espontáneo. No lo sé—. Yo solo me concentraba en ver a Sandra, Karina y sus amigas divertirse bailando con sus primos que habían venido de España, bailaban espectacular, tenían ropas importadas… ¡Y Ole! La estaban pasando muy bien. Ella bailaba con el más solicitado por las chicas, pero mientras bailaba la canción de moda, sutilmente me miraba, y mientras brindábamos por la buena vida, el éxito y las últimas conquistas, yo también la miraba.


En la cancha, mi amigo André Durán, estaba rendido, demasiado cansado como para continuar. Y pedía su cambio. Pero no había nadie dispuesto a reemplazarlo, o porque estaban bailando y sacando el número de celular a alguna chica despistada, o porque nadie dejaría la parrilla y el trago por pelotazos y golpes en un partido que muy pocos veían. Pero ahora advertí que Sandra y sus amigas se habían ubicado justo frente a la cancha y veían con atención el partido. Eso era más que suficiente para animar a cualquiera. Pero lamentablemente yo no sabía jugar partido. Y menos haría un ensayo delante de ellas. Ni pensarlo. Seguía tomando mi gaseosa. De repente, desde la otra tribuna, la abuela gritó:


—Que entre ese jovencito, que se la pasa ahí sentado, tomándome las gaseosas. Vamos hijo, no hagas esperar a la gente. Entra a la cancha. Que ahí tienes un uniforme. ¡Pero apúrate!—quería hacerme quedar mal, lo sabía.
—No, señora. Yo no juego partido. —le dije, cuando la tenía cerca.
—¿No sabe jugar? No te dije, hijita, éste es medio cabro. Solo los cabros no juegan partido. Ya algo me decía, mi experiencia, no tengo estas canas por las puras. —Y Sandra se molestó mucho con ese comentario tan decrépito. Pues todos los comentaristas deportivos y mucha gente, no juegan fútbol. Y no son precisamente muy cabreados que digamos.
No permitiría que esta señora me insulte y me ponga en duda frente a tanta chica guapa, no pues. Jugaré porque puedo, porque quiero, y porque me da la gana. Así que me mentí a mi mismo—como tantas veces— sobre el poder hacerlo, y pensé que meter una pelota a un arco, no es cosa del otro mundo. Hice una señal al joven de los uniformes, me puse toda la ropa deportiva—salvo la protección, que sospecho la abuela escondió premeditadamente—. Desde la otra tribuna la atenta mirada de la abuela me seguía. Yo sonreía, mientras entraba a la cancha. El sol radiante me hacía sentir que no sería un partido normal.


No diré que fue fácil, varios pases me salieron mal. Algunos de mis compañeros de equipo ya estaban pensando en mandarme a la defensa, pero siempre existe una última oportunidad. Fue Marcos Tantalean, que se corrió toda la cancha, me habilitó y me puso un pase preciso, digno de juego virtual. Y cuando tenía todo el arco en frente. De pronto volteé a ver a las chicas que gritaban entusiasmadas, pero luego me vi en el piso, y con un dolor muy fuerte en la pierna, una barrida casi mortal me había sacado la pelota. Un flaco altísimo me ayudó a levantarme rápidamente—hubiera preferido que no lo haga—, y pensé: porque justo ahora tengo que estar haciendo esto, en medio de toda esta gente que juega tan compulsivamente, y sin el menor remordimiento te hace volar por los aires ¿por qué las reglas lo permiten? —desearía haber jugado partido en todos mis recreos del colegio, en lugar de pasármela comiendo y tomando refrescos.


Me levanté, tome aire y esperé pacientemente la última jugada del partido. Estábamos empatando y no quería que el partido terminara de esa forma. Siempre tiene que haber un ganador— aunque a veces no tenga que ser yo—. Pero eso hace que valga la pena, el esfuerzo que ponemos en el juego, lo hace digno. Algo me dijo que ahora me tocaría mi turno. Y estaría ahí para aprovecharlo. Solo es cuestión de esperar el momento adecuado, la jugada adecuada, y con un toque sutil pondría el triunfo y la celebración del lado de mi equipo.


El balón llegó de forma inmejorable, y me dirigí al área chica, pisé bien la pelota y pude esquivar con facilidad a un torpe defensa que sólo entendía el fútbol con la fuerza bruta, solo frente al arco miré y concentré toda mi energía en ese disparo—dedicado para mi querida ex—, que miraba con atención—y deseaba que anotara—, disparé con fuerza, la pelota se fue a clavar al ángulo superior izquierdo del improvisado arco. El disparo sacó el polvo alojado en ese rincón. Mientras el arquero veía desde el suelo como la pelota giraba lentamente dentro de las redes. El fuerte y cortante sonido del silbato les decía a todos que había anotado un GOL. Mi mejor gol, y se lo dedicaba a Sandra, que ahora me aplaudía desde el otro lado. La abuela decía: yo lo vi adelantado. Ese arquero no es tan bueno, mejor sería si estuviera jugando mi Pedro, que es un verdadero jugador y la rompe en la segunda de España.


Ese día fue de lo mejor, no solo anoté ese gol, si no que descubrí que también podía jugar bien, cuando tenía ese tipo de motivaciones. Y que la pisaba bien, y zigzagueaba una y otra vez. Fue un momento muy recordado. Pero todo partido tiene un final. Esta vez gané. Pero aún me esperaba la verdadera final. Justo ahí, frente mío. Mientras la gente se retiraba a sus casas, cansados y satisfechos de haberse divertido, comido y bebido para todo un mes. Yo sólo pensaba en lo que le diría. Sólo pensaba en su mirada. La abuela se retiraba molesta, llevándose las botellas de agua mineral, y siempre mirándome de reojo, hasta perderse entre la gente. —Seguramente era la hora de su novela. Y cuando le toca ver la novela. Todo puede esperar—Yo sonreía, victorioso.


Nos quedamos solos, la gente se fue, y Karina comprensivamente se despidió de su mejor amiga, mientras me guiñaba para darme la buena suerte. Pasamos lo que restó de la tarde conversando de nuestras vidas, ahora como dos buenos amigos, pero que tiempo atrás fueron más que eso, contándole mis ocurrencias y escuchando sus comentarios sobre la gente, sobre el peor y mejor vestido, sobre mi golazo al final del partido, y los comentarios—nada agradables a mi gusto—de su querida abuela, que cuida de ella como si fuera su hija—mientras sus padres están de viaje, viviendo esa vida relajada de la gente que tiene dinero, y deja sus hijos al cuidado de la abuela o cualquier pariente—, después de todo. Fue el mejor partido que he jugado. Venir ese día fue lo mejor que había hecho en mucho tiempo. Tal vez ya no será como antes. Pero estoy seguro que esos instantes. Por lo menos esos últimos instantes que pasé con ella, fueron muy hermosos. Me mostró el papel de la dedicatoria del libro y me dijo que lo llevaría siempre con ella. A pesar que ahora tenga que alejarse de mí. Y posiblemente no nos volvamos a ver. Siempre me recordaría. Porque estaba segura. Que yo sería siempre su mejor enamorado. Y yo pensaba lo mismo. La quería mucho. Pero de una manera diferente. Algún día lo entendería. —pensaría en mí, en algún café de París. Y sería feliz.

La pelota se había quedado en las redes del arco, como recuerdo de mi gol. La cancha vacía, las luces del segundo piso de la casa estaban encendidas, abajo la cancha se mostraba ahora iluminada. Dentro del arco, justo en la línea que determina el gol, ahora nos besábamos. Sentí que había marcado mi mejor gol. El último, pero el mejor.

Harold.

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