martes, 15 de septiembre de 2009

El regalo que no te compré



Andrea me ha dicho que me hará un regalo por “el día del amigo”. No tengo la menor idea de qué podré comprarle si ella no está para escoger por mí. Y como siempre pasa, me limitaré a sonreír a la chica que atiende y decirle que pronto regresaré—lo cual no pasará, o trataré que no pase muy pronto—. Comprarme ropa me ha resultado fácil, holgado, sin el mayor esfuerzo mental posible. He comprado mucha ropa que me ha quedado perfecta, sin probármela, como si la hubieran diseñado a mi medida y como si hubieran hecho un escáner de mi billetera—una billetera gastada, con tristeza melancólica de haber albergado mucho dinero—; en todos esos casos comprar ropa me ha procurado una cierta felicidad que sin darme cuenta poco a poco he ido perdiendo hasta desinteresarme totalmente en ella.


Sé lo que tengo que comprar: un pantalón. Le compraré un pantalón, pienso. Pero hay un pequeño problema, estas tiendas donde ella compra la ropa son “solo chicas” no existe la posibilidad—para su suerte, y mala suerte mía—de poder comprarle algo en una tienda donde encuentre ropa para ambos, como me gustaría. Sé que tengo que comprarla en una tienda de esas que tanto le gusta frecuentar y hacerme esperar mientras se prueba la ropa. Y soy feliz de estar ahí mirándola como se pone cada ropa que según ella la hará más linda de lo que ya es. Yo la quiero con la ropa que sea. Si eso la hace sentirse bien, y puedo permitirme comprarle una que otra cosa: pues perfecto ¡nos llevamos todo!


Para despejar mi mente o por simple intensión de pasar el tiempo, me acerco a un puesto de servicio de televisión digital. Me suscribo falazmente al paquete más caro que existe. Me siento emocionado porque sé que no podré ver todos esos canales que me ofrecen en un solo día, así me pasara toda la madrugada. El joven que brinda el servicio, anota mis datos, mi supuesta dirección, me pide el teléfono y le doy el teléfono de la amiga de Andrea. Pienso: “que la molesten un rato, se lo merece porque siento que tiene una vida de un relajo envidiable, un relajo que quisiera tener, que envidio de alguna manera porque siento que esa chica vive más tranquila y feliz que yo. Entonces le mandaré a los servidores de cable para que le hagan pasar un buen rato, para que la suscriban a todos esos canales y tenga que pasarse horas de horas sentada o echada en su cama cambiando de canal…sin encontrar ninguno bueno, o encontrando uno aburrido”. Me despido y siento que he condenado a Paola a ser un rehén de la televisión. No puedo ocultar mi sonrisa.


Mientras voy avanzando distraídamente, un niño de aproximadamente unos ocho o nueve años corre más distraído que yo. Me mancha el pantalón con las cremas de su hamburguesa. “Qué te pasa, niño, ten más cuidado. No puedes correr así como si nada, mira lo que haces”, le digo. Me mira desafiante y me dice: “no me grites, porque le diré a mi papá Kino”. “Mira niño, en realidad eres un grosero. Mejor pásame un poco de tus papas al hilo, que están buenas”, le digo. Tomo algunas y me las como lentamente mientras lo miro. Levanta la mano, de entre esa masa anónima de gente que come ruidosamente entre risas, sale un hombre de cuidado. Un rostro fiero, moreno, mucho más alto que yo, y con muchísimas horas de Gimnasio más que yo. Se acerca a mí, pone a su hijo, un niño blanquito, débil, de rulitos, detrás de él y me dice:
—¿Sucede algo, compadre?
—Lo que pasa es que soy un pusilánime—le digo, esperando su reacción.
—¿Qué eres qué? No me vengas a joder la comida ah. Soy del Callao compadre. A mí nadie me la hace. ¿Qué problemas tienes con mi tigrillo?
Me burlo viendo el tremendo contraste entre su “supuesto” hijo y él. Lo miro con tranquilidad, dueño de una seguridad de que saldré airoso de esa breve discusión y le digo:
—Sí. Usted tiene que ser del Callao. Sé le nota—y supongo que lo mismo le diría su esposa cuando nació su hijo.
Un pequeño dedo acusador, intimidante, me pone en una situación peligrosa frente a este hombre, que antes que hombre tonto, padre engañado, es una máquina de pelea, y si algo sabe resolver, pues supongo que lo soluciona de esa manera. Como le ha enseñado la vida a resolver sus problemas, incluso los que tengan que ver con hamburguesas.
—Papi, ese joven me ha quitado las papitas al hilo, “tus papitas”. Y me ha gritado.
—Eso es mentira, no fue así—me defiendo—. Lo que ha pasado es que me ha manchado el pantalón de mostaza. —y extiendo mis manos manchadas de esa crema, y le muestro la parte de mi pantalón que son pruebas evidentes, y justifican todo.
—Ja, ja. Eso no es nada, compadrito, vente para mi mesa y lo solucionamos. —me dice con voz amable. No sé si debería, podría ser una trampa. Pero lo hago.
—Pues, gracias, solo necesito un par de servilletas. Sabe, tengo que hacer unas compras.
Nos sentamos a la mesa. Me invitan piezas de pollo mientras me cuenta las desgracias de su querido equipo: “Sport Boys”. Le digo que yo soy hincha del Boys. Que es un equipazo, una verdadera injusticia que no esté en la primera. —nunca le diría que soy hincha del Sporting Cristal, y que su equipo no me interesa para nada.
Este hombre de extraña felicidad, me sorprende, siento que solo estoy ahí porque sabía lo que pasaría si me ponía insolente, si no le daba la razón. Mejor así. Terminamos de comer el pollo, y pide más…esa noche termino por comer tantas piezas crocantes de pollo que creo que tengo KFC para todo el año. Aun cuando ya no lo como sigo sintiendo el sabor crocante en mi boca. Supongo que ahora ya no me gusta. Y si me invitan, diré que ya no deseo.
Me despido de ambos, mientras contemplo la figura de un puma en color plata en su polo, y en el polo de su hijo. He pasado media hora con ellos, y no les he preguntado su nombre, ni que hacen exactamente, bueno el niño estudia, pero de él no sé nada. Le pregunto: “¿le ha gustado Trujillo, que le parece…”. Me responde: “una ciudad muy tranquila, pero tiene su encanto”. Lo miro con aire de confianza y le digo que soy estudiante de economía. “¿Estudias economía? No parece compadre…Gastas mucho dinero comprando cosas acá. O acaso los economistas son gastadores, les llega altamente ahorrar y esas cosas”, dice mientras sonríe con su hijo. No sé que responder. Le digo que soy un “economista alternativo”. Nos reímos sin parar, escandalosamente. Me río sin ganas. Luego me mira con una frialdad premeditada y me dice: “yo también he estudiado economía, pero en la universidad de la calle”. “yo tengo calle, nadie me engaña, esas cojudeces de PBI, que las cifras donde estamos muy bien, no las entiendo para nada, no las creo. Toda esa basura que dicen en la Tele es una gran mentira. Y punto. Da un sorbo a su vaso de gaseosa y me mira sin esperar respuesta. Como si yo tuviera que hacer más llevadera su frustración. Esperando que yo le aclare esas cosas. Pero como soy un economista alternativo le toco el hombro y le digo: “hombre, esas son cosas que no te podré explicar, porque he tratado de no aprenderlas bien, y así es mejor”.


—Tengo que ir a comprar un regalo a mi ex—le digo, anunciándole que tengo que irme. Que ya no podré seguir escuchando sus dudas económicas.
—Pues, tienes que darte prisa. —me dice.
—Sí, están por cerrar este lugar. No dispongo de mucho tiempo, ni de mucho dinero.
—Pero sabe, no sé como compraré ropa de chica, tengo cierto reparo al ser el único hombre en medio de tantas chicas que escogen ropa de todo tipo.
—Fregado tu caso, compadre. Yo no entro ni fregando—mientras cruza los brazos y mira la tienda de ropa para chicas.
—Que problema—le digo—. Pero tengo que hacerlo. Ella me comprará algo y es justo que yo también lo haga. Tomaré valor y lo haré.
—¡Que cabreada! Dale el dinero y que ella se compre lo que quiera. Eso hago con mi esposa. No soporto esperar que compre. Le paso la tarjeta y me la entrega igual que mi Sport Boys. Una Barbaridad, ahora no lo entiendes, pero así como vas…
—Es diferente, no sé como explicarle esa diferencia, pero tiene que creerme: ella es una persona muy especial. Antes que mi novia o ex novia: mi mejor amiga.
—Bueno, bueno…eso es cosa tuya. No me meto. Pero bien cabreado será estar ahí en esa tienda rosada, con flores, con chicas y señoras que compran…Ja, ja.
El niño interviene, y dice algo que no esperaba: “Pídele a la vendedora que te escoja algo, y la esperas afuera, luego pagas y resuelto. —Este niño será un economista—pienso—. No podría haber dicho una cosa más ingeniosa. Eso haré. Y así me liberaré de pasar ese mal rato ahí dentro. Me despido, tocándole suavemente la cabeza, mientras mi mano toma sus ultimas papitas fritas mientras le sonrío sarcásticamente. Me despido de su padre, que aprieta mi mano lo más fuerte que puede, y de pronto siento como que fuera una suerte de prensa metálica que me ajusta la mano sin la menor compasión. De pronto me la suelta y aprovecho para alejarme lo más rápido de esa mesa. A lo lejos los veo como siguen concentrados, dueños de una paz absoluta, mientras contemplan su comida.


Avanzo con apuro, esquivando a la gente, hasta llegar a la tienda donde compra Andrea. La miro desde fuera y siento que algo está por pasar, que no será nada favorable para mí. Me quedo parado ahí como si fuera una especie de trabajador de la tienda. Luego miro mi reloj y comprendo que están a punto de cerrar. Pienso que Andrea ya me habrá comprado el regalo, y yo no tengo la valentía de entrar. Me decido de una vez, tomo aire, y me digo: hay que querer bien, y ser bien hombre para hacer esto. Entro a la tienda y miro toda la ropa excelente que las chicas comprar gustosamente. Y que además eligen con una felicidad que yo he perdido. No me interesa para nada las marcas, ni la ropa que lleve Andrea, yo la quiero por su forma de ser, y cualquiera de esas prendas le quedarán muy bien, y se verá linda. Así que eso me hará más fácil la elección. Hay una chompa que me gusta—que le gusta a Andrea, digo—Una chica de sonrisa fácil, se acerca, es una chica que no es ni bonita ni fea, pero es atractiva. De cuerpo esbelto y ojos gitanos. Me gusta que me atienda ella, me inspira cierta confianza. Le pregunto: “¿Cuánto está esta Casaca de moda?...No es para mí, le aclaro”. Me mira con una sonrisa que tomo como una forma de comprensión a mi situación y responde: “No importa, si te gusta te hago un descuento”. Me río y le digo: ¡Que no es para mí, es para mi chica!”. Sonríe nuevamente y me dice que le gustaría tener un novio así. —sé que soy un ex novio dispendioso que compra todo lo que hace feliz a su “amiga”—. Me dice un precio que puedo pagar sin problema, pero la verdad es que la casaca no tiene muchos detalles lo cual me hace cambiar de parecer. En realidad todo lo que me muestra no me gusta, obviamente no me gusta porque soy un chico. Pero mi disgusto por la ropa es otra cosa que no puedo explicarle a la vendedora. Que ha soportado con un estoicismo admirable.


Justo cuando estoy viendo unos pantalones de moda, una voz aguda corta el aire hasta llegar a mí. “Qué cabreado que resultaste Omarcito, bien ahí, pruébate sin compromiso”, y luego un conjunto de risas desordenadas, Paola y su hermana menor seguían riéndose desde la puerta de la tienda. Toda la gente dentro de la tienda volvió la mirada a mí. Y fueron unos segundos donde sentí que era ligeramente famoso; aunque esta fama sea el resultado de comprar en una tienda para chicas. Saludé con aire de venganza—deseando que pronto llegara el señor del cable a su casa—y por suerte, ellas avanzaron y las chicas volvieron a su tarea de escoger ropa nueva, flamante, que las haría verse lindas.


—Te animaste por alguno en especial—preguntó la vendedora, mostrándome un nuevo modelo de pantalón focalizado—. Tengo también este modelo que ha llegado ayer.
—No sé si será exactamente su talla. Digamos que es así como de tu tamaño. Ni alta ni baja. Con tus mismas medidas.
—Entonces…¿te animas a llevarlo? Le va a encantar este pantalón. Me gustaría poder comprarlo. Tal vez lo haga con la paga de fin de mes.
—¿Me harías un favor?—le pedí mirándola a los ojos—¿te probarías el pantalón como si fueras ella?
—¡Qué dices, estás loco! —y cuando dijo eso sentí que había logrado su confianza, pues no cualquier vendedora me dice eso, y obviamente no cualquier cliente pide semejante cosa—. No me probaré nada, quién atenderá a los clientes mientras tanto.
—Yo lo haré. Soy un buen vendedor; pero un pésimo comprador.
—¿Quién será tu novia, amigo?
—Una persona admirable. Alguien por la que me he metido a un tienda de chicas, y mira todo lo que estoy haciendo.
—Bueno, eres un buen chico. Te ves lindo haciendo estas cosas.
—Eh gracias…no es para tanto. Tú te ves más linda. Pero te verás mucho más linda cuando te hayas puesto el pantalón.
—Esta bien, tú ganas. Me lo probaré—y caminando lentamente se dirigió hacia el probador.
Se abrió la cortina del probador, me pidió que me acercara. Me mostró el pantalón de moda. Súper ceñido. Digno de una mirada focalizada. Le quedaba excelente. No pude hacer nada más que decirle: “no sé cuando cueste este pantalón, pero como te queda a ti. No le quedará a nadie más.
—¿Te gustó, ahora si te lo llevas?
—Me encantó, linda. No te lo quites…no por ahora—me dirigió una mirada astuta.
—¡Hoy no le regalaré nada a Andrea! Te queda tan bien: ¡que te lo regalo a ti! Por tu paciencia y buen trato, por ser una chica guapa.
Ella no salía de su asombro. Estaba sonriente, no se quitó el pantalón. Me quedó mirando con un brillo especial en los ojos. Ahora me veía diferente. Así me siguió mirando hasta que silenciosamente salí de la tienda de ropa. Una vez afuera, le grité:
—¡Feliz día de la amistad!
En la tienda una grupo de señoras y jovencitas seguían comprando. Seguían llevando cosas que les procuran una efímera felicidad. La chica guapa de la tienda se llevo la mano a los labios y con una tierna sonrisa de niña juguetona me mandó un besito volado. Y así salí llevando una bolsa muy bonita pero vacía—la bolsa del pantalón—; la chica se quedó puesta un pantalón hermoso, que tendría que sacárselo al terminar esos breves momentos de amistad. En mi emoción de verla tan linda: había olvidado el pequeño detalle de pagarlo.






Harold Rodríguez.

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