jueves, 14 de abril de 2011

EL TIEMPO EN DOS RELOJES


-Son dos relojes, mira ahí están justo debajo de ese árbol caído-gritó el niño.

-¡Podría ser peligroso, no los toques!-respondió Nikita, la niña que siempre lo acompañaba en los días como ese, en el que ambos salían de casa; siempre al mismo bosque olvidado en busca de cosas increíbles, sus pequeños tesoros.

Nikita llegó donde estaba Jorge, que no salía de su asombro. Con cuidado se arrodilló y tomó los dos relojes, inexplicables, de edad imprecisa, como si sus agujas hubieran marcado infinitamente esa misma hora muchas veces.

-¡No lo toques, tonto! Podrías romperlo, hay que dejarlo ahí, hay que ir por el tío Charlie, él nos ayudará-dijo Nikita mientras se acercaba a Jorge. Miraba especialmente uno de cristal, donde se reflejaban sus ojos azul, impenetrables como la soledad de las agujas de ese reloj que ahora tenía ya entre manos.

-Vamos, no creerás que regresaré a casa y dejaré aquí este tesoro. Nikita, esto me ha estado esperando. No sé quién pudo dejarlo aquí; pero ahora son nuestros. Es el tiempo de tomarlos. Mira las agujas de este, que hermoso es. Se tumbó en el suelo y siguió mirando el reloj de cristal. Lo miró fijamente. Extraño mecanismo. Simetría perfecta. En él se reflejaba el juego del viento con el cabello de Nikita.

-Mira, este está a la hora. ¿Será posible?
-¡Genial, no lo puedo creer, aun están andando! Y mira la hora están sincronizados. Es la misma hora en ambos.

-Sí, es verdad. Te das cuenta, Nikita. Te das cuenta. Nos han estado esperando! Y ahora son nuestros.

En la cara de ambos niños se dibujaba una sonrisa, una felicidad tan grande, solo comparable con la emoción de abrir los regalos de cumpleaños, cuando había regalos para ellos.

Los dos relojes marcaban las 9 de la mañana. Jorge, los observaba por última vez en aquel lugar, tocando sutilmente la madera del árbol caído. El reloj de Jorge no emitía ningún sonido. No tenía baterías o cuerda. Jorge pensó: “esto me ha estado esperando, la hora ha llegado, por primera vez he llegado a tiempo”. Tenía los ojos brillantes. Más verdes que de costumbre. Con cuidado tomó el reloj grande, sobre un fondo azul como el corazón del mar giraban las manecillas que brillaban de un rojo escarlata marcando el tiempo infinito, y lo guardó en su mochila con mucho respeto. Nikita tomó el otro, no menos extraño. Uno era marrón con agujas escarlatas que emergían desde el corazón del océano. Cada tres o cuatro segundos emitía un sutil sonido, como si fuera a pararse en cualquier momento, como si estuviera ya cansado de marcar tantas veces el paso de un tiempo que en ese lugar alejado y extraño era inexistente. Nikita puso el reloj en su bolsillo, era lo bastante pequeño para entrar ahí. Era todo de cristal, o de un material transparente. No presentaba ningún mecanismo. Solo tenía el horario. El minutero se había perdido o simplemente no estaba. Nikita se dio cuenta de que había pasado ya tres horas desde que estaban ahí en aquel lugar inhóspito, alejados de la Casa. Con mochilas y un par de botellas de agua.

Un sábado soleado. Dos niños. Dos niños que eran amigos. Que siempre buscaban cosas extrañas con la certeza de que esas cosas extrañas no serían esquivas una vez más. Ahora con dos relojes. Dos relojes que seguían marcando el tiempo. Tal vez los mismo minutos; tal vez en las mochilas ya no marcaban el tiempo; tal vez algún día se cansarían de marcar. Y en su silencio absoluto se harían tan maravillosos que seguirían llevando el paso del tiempo, en el más absoluto silencio.

Nikita y Jorge regresaron a casa emocionados. En el camino, no fueron pocas veces en que se vieron tentados a abrir las mochilas y sacar los relojes. Jorge pensaba en desarmar el más grande, el de la aguja escarlata; Nikita pensaba regalarle a su maestro de pintura el más delicado y sutil. El de cristal. No quería conservarlo, extrañamente no quería conservarlo.

Los niños siguieron hasta llegar a casa. Cuando por fin estuvieron ahí, fueron directo al cuarto de Jorge, subieron las escaleras a toda velocidad. No había nadie en casa y el tío Charlie aún no regresaba del trabajo. Cerraron el cuarto con llave. De pronto sintieron una tranquilidad y paz que jamás habían experimentado en su casa. También afuera. No había ruido. No había gente por las calles. No había un solo auto o el señor que reparte los diarios. Como que el tiempo se hubiera detenido. Por lo menos para Jorge y Nikita.

Nikita tomó el de reloj de cristal; pero su alegría no duró mucho al advertir que la magnífica aguja que marcaba las horas, que tanto la había sorprendido, ahora estaba detenida, detenida para siempre, como si nunca se hubiera movido en absoluto; como si desde que fue fabricado hubiera estado condenada a estar inmóvil, incapaz de siquiera moverse un poco de su lugar. Jorge abrió su mochila y sacó con cuidado el otro reloj-su reloj- el de agujas escarlatas. Marcaba la hora. La hora perfecta. Pegó su oreja al reloj y sintió al ritmo de su corazón una a una la marcha del tiempo. Sus ojos seguían maravillados el paso de las agujas escarlatas, el del tiempo infinito.

Esa noche no pudieron dormir. Ambos escondieron sus relojes en sus lugares preferidos, lejos de sus padres, lejos de cualquier que sea atreviera a tocarlos, lejos del paso del tiempo si era posible. Jorge cubrió el reloj con algunos diarios y papeles, lo metió en la mochila y lo escondió en el lugar más secreto de su cuarto: detrás de su ropero, donde nadie buscaba nada. Siempre lo sacaba, daba un vistazo, se maravillaba de que siga dando la hora correcta y lo regresaba en complicidad de la noche a su lugar.

Un sábado en la mañana Jorge, como de costumbre fue a ver el reloj. Sintió algo extraño. Palpó la mochila como si fuera otra. Estaba algo pesada, palpó una y otra vez antes de abrir, cuando metió la mano solo encontró arena. No lo podía creer. De pronto su más grande tesoro había sucumbido al tiempo. En una noche cualquiera, tal vez mientras dormía se había derretido, esfumado, se había convertido en ese montón de arena y nada. Se mordió los dientes para no llorar. Pensó que todo esto tenía que ser un sueño o una pesadilla.

Salió corriendo y fue a ver a Nikita. Ella estaba sorprendida. Jorge le hablaba de relojes. Le pedía de que por favor regresaran a aquel lugar. Que su tesoro lo estaba esperando ahí. Que siempre había estado ahí. Nikita no entendía de qué rayos hablaba Jorge. No tenía la menor idea. Pensó que su mejor amigo estaba loco. Le dijo que aun era muy temprano y muy peligroso para ir en busca de tesoros. “Jorge, son las cinco de la mañana, por favor, regresa a tu casa, duerme, has tenido un mal día, no sé de qué me hablas, yo no tengo ningún reloj, yo no sé si lo que encontraremos serán relojes”. Jorge se calmó, respiró profundamente. Abrazó a su amiga, y se quedó mirando a Nikita. Perdido en sus ojos azules. Impenetrales, ausentes, infinitos como el reloj de agujas escarlatas.

-Mi reloj me está esperano, me está esperando-dijo Jorge con los ojos llorosos.
-No, Jorge, cálmate por favor, no existen tales relojes. Te acompaño a tu casa.

-Tengo que regresar, Nikita, tengo que regresar…el tiempo es ahora. ¡El tiempo es ahora!

Jorge salió corriendo y se dirigió hacia el lugar. Cuando llegó, pasando por árboles frondosos y luego por terrenos de cultivo abandonados hasta terminar en tierra árida, seca, sin vida, sin tiempo. Cansado de tanto caminar, se sentó en un tronco, tocó la madera, reconoció el lugar inmediatamente. El pequeño montículo de arena donde había encontrado los relojes. Cuando llegó estaba ahí otra vez. Esperándolo, frente a sus ojos, marcando la hora correcta el reloj fabuloso de las agujas escarlatas.

Jorge se acercó. Miró la hora una vez más, respiró profundamente. Levantó el reloj y pudo ver por última vez su rostro sonriente en el reflejo. Con todas sus fuerzas lo arrojó contra unas rocas y vegetación agreste hasta ver como se rompía en mil pedazos. Cuando regresaba, cansado y con una sonrisa que dibujaba una victoria, pensaba en que era sábado y como siempre, tenía que ir a buscar a su amiga Nikita para salir en busca del tesoro que los estaba esperando.

Con el tiempo ambos niños crecieron y siguieron caminos distintos. No se volvieron a ver. Pero en sus sueños, la búsqueda continúa, y a veces se despiertan felices. Con una victoria que luego la realidad les quita mientras se dan cuenta que ya se despertaron y que el tiempo sigue pasando. Solo el tiempo guarda ese recuerdo

En algún lugar del mundo el reloj de agujas escarlatas seguía su marcha. Normalmente acertaba a las nueve de la mañana de algún sábado inexplicable. Como hace 70 años acertó cuando dos niños lo encontraron mientras dormían.

HAROLD RODRÍGUEZ

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